UNA MODERADA REBELDÍA
La mayoría descubrimos a Isabel Coixet en 2003 cuando estrenó Mi vida sin mí, aquel interesante drama sobre una mujer que se enfrentaba a una enfermedad terminal rompiendo múltiples esquemas. Y lo mismo hacía la película, alejándose de las convenciones de los melodramas lacrimógenos. Lo curioso fue cómo Coixet construyó posteriormente una carrera en la que terminó abrazándose a todo aquello que parecía escapar, extenso camino recorrido desde entonces que colocó a la catalana en el sitial de los realizadores consagrados e indiscutibles de la industria cinematográfica española. Ese camino es el que nos trae hasta La librería, último y celebrado ejemplo de un cine adocenado y sumamente correcto.
Basada en una novela de Penelope Fitzgerald, la película tiene a Emily Mortimer como Florence, una viuda que a fines de los años 50’s decide poner una librería en un pueblito costero de Inglaterra, territorio dominado por una burguesía amable en apariencia pero bastante conservadora y donde Patricia Clarkson representa la máxima autoridad. La “viuda” entonces será como la Juliette Binoche de Chocolate, quien a partir de su emprendimiento chocará ingenuamente contra un orden establecido. En sus primeros minutos, La librería se parece a esas películas de Woody Allen en las que mira con cierta ironía a las clases intelectuales y dominantes, y progresivamente adquiere un tono más dramático, como en aquellos films de época de James Ivory donde todo era sumamente trágico pero a la vez encantador y afable desde lo narrativo. Coixet efectivamente se ha convertido en una directora de un tipo de cine que podríamos definir como universal, hecho con herramientas discursivas rápidamente asimilables por un público mayoritario, apreciado en ámbitos festivaleros, pero que a cambio paga con una impersonalidad manifiesta.
Y si bien fluye con la sabiduría de una directora que conoce la herramienta narrativa, La librería fracasa cuando quiere poner en crisis una mirada añeja sobre la cultura, a partir de celebrar la experiencia literaria y la lectura. Dice que la cultura no puede ser controlada ni estandarizada desde el poder, y que el coraje es la actitud suprema para enfrentarse a las estructuras anquilosadas. Y si bien no hay nada malo en las máximas como aforismos que surgen de los personajes, el problema de la película no tiene que ver sólo con su prolijidad exacerbada, sino también con lo limitado de su mirada. Si bien la historia está ambientada en un pueblo, Coixet hace foco en unos pocos personajes: los habitantes del pueblo son una masa uniforme que queda en un segundo plano y que parece fácilmente manipulable. Por lo tanto, la defensa que hace de la literatura es antes que nada un lugar común porque no tenemos referencia alguna de cómo leer hace mejores a los personajes. Ni qué decir, además, de las citas a autores y libros, todas obras reconocibles para el gran público. Con todo esto, Coixet no sólo fracasa a la hora de cuestionar a los sectores que nos ordenan qué es la cultura y qué no, sino que además construye un sistema propio de valores irrefutables que en verdad no choca demasiado con lo consagrado. La solidez narrativa, entonces, aparece como la trampa de una película que busca agradar a toda costa.