El dicho persevera y triunfarás tiene en La librería un giro, tal vez no inesperado, aunque la directora Isabel Coixet le haya cambiado el final a la novela original de Penelope Fitzgerald.
Cuando Florence Green (Emily Mortimer), una mujer de mediana edad, enviuda, decide cumplir el sueño que tenía con su esposo: dejar Londres y abrir una librería en un pueblito del interior de Inglaterra. La motiva su anhelo de llevar literatura, un libro a cualquier rincón. Ella es una ávida lectora, pero no se imaginaría que al comprar una propiedad para convertir, construir su sueño en una realidad, iba a tener tantos problemas. Que tantas personas del pueblo iban a ponerle palos en la rueda.
Florence tiene mucha imaginación, pero hasta ahí.
Que el pueblo se llame Hardborough (separado sería ciudad dura) es algo más que una metáfora, y seguramente Florence debió advertirlo antes de recibir el primer tomo para abrir su librería.
La directora catalana cuenta la historia, que transcurre a fines de los años ’50, sin ampulosidad, y con un estilo sobrio, pero romántico. La némesis de Florence es la adinerada Violet (la siempre excelente Patricia Clarkson), quien quería abrir, empecinadamente, un centro cultural en esa casona donde funciona la librería. No es que en Hardborough todos se mueran por el arte, pero la alta burguesía parece que es así.
Hay dos personajes más que cobran valor, y que llegado el momento acompañarán a la solitaria y algo cándida Florence. Uno es un hombre mayor (Bill Nighy), un viudo, quien se ha recluido en su hogar, no sale nunca y sí lee todo lo que cae en sus manos. Y el otro es Christne (Honor Kneafsey), una niña que será su ayudante.
Sin ser un cuento de hadas, La librería marca con claridad quiénes son los buenos y quiénes no, quienes son confiables y cómo Florence pasa a ser una amenaza externa para la tranquilidad anodina del pueblo.
Por eso tal vez la película peque de demasiadas buenas intenciones, pero sin duda emociona en buena ley cuando debe hacerlo.