¿Mandinga o mondongo?
El cine de terror funciona bien y goza de buena salud en todo el mundo -al menos desde el aspecto comercial-. La Argentina no es la excepción: el público local siempre fue muy receptivo al género y convirtió en éxitos a producciones modestas que, simplificando un tanto, es en cierta forma la razón por la que se siguen haciendo hoy día: baja inversión, alta rentabilidad. Una ecuación redonda. Los motivos por los cuales los espectadores necesitan ver estos relatos en una sala oscura exceden estas líneas. Pensemos que el terror cinematográfico es muy poco permeable a los finales felices y tranquilizadores. Por el contrario, es habitual que sus protagonistas sufran lo indecible y en la mayoría de los casos terminen muertos. El terror es básicamente pesimista y lo seguirá siendo como parte constitutiva de ese ADN que ayudaron a cimentar los grandes directores con los que solemos asociarlo. Hablamos de artistas de todas las épocas como James Whale, Jacques Tourneur, Terence Fisher, Val Guest, Freddie Francis, Roger Corman, George A. Romero, Herschell Gordon Lewis, Mario Bava, Dario Argento, Tobe Hooper, Wes Craven, John Carpenter y David Cronenberg, aunque la lista es aún más extensa. En la actualidad puedo mencionar a James Wan y quizás a Guillermo del Toro, aunque su inquietud cinéfila fusiona géneros y estilos. No pueden obviarse algunos títulos emblemáticos de cineastas que no estaban encasillados en este género como pueden ser Alfred Hitchcock (Psicosis y Los Pájaros), Michael Powell (El fotógrafo del pánico), Roman Polanski (El bebé de Rosemary) o William Friedkin (si tuviera que votar elegiría a El exorcista como el mejor filme dentro de este rubro). Son muchas las historias que se han ido encadenando con el tiempo hasta llegar a este presente donde ya no alcanza con lanzar algún que otro título para estrenar en pantalla grande: streaming mediante, son múltiples los proyectos que se cristalizan para Netflix, Amazon Prime, o cualquiera de las plataformas pagas que se siguen sumando al pelotón.
Con este panorama de fondo… ¿qué puede aportar el estreno en cines de una película tan chiquita y limitada como La llamada final (The Call, 2020)? Para ser sinceros es apenas un título más, de relleno incluso diría, para acrecentar una cartelera que la viene peleando como puede desde que empezó el drama de la pandemia por Covid-19. La producción dirigida por el ignoto Timothy Woodward Jr. invirtió un millón y medio de dólares -un vuelto para los estándares de Hollywood- y recaudó un tercio de esa cifra en el mercado de EE.UU. y Canadá. Con lo ingresado en el resto del mundo salvó el presupuesto, pero no ganó un centavo. Viendo la película se entiende el porqué. Lo más astuto que hicieron los productores fue contratar a dos figuras muy vinculadas a este tipo de propuestas: los actores Lin Shaye y Tobin Bell. Dicho así puede que el común de la gente no los identifique por lo que hay que ampliar la información: ella es la médium Elise en la franquicia de Insidious, y él el no menos popular Jigsaw de esa otra usina de éxitos que fue la saga de El juego del miedo. Sin estas dos presencias, La llamada final directamente no tendría razón de ser. El problema es que con sus nombres no alcanza: acá lo imperdonable no es que se trate de una clase “B” sino de la falta de ideas para atrapar a un target que es conocedor del material, y es improbable que apruebe esta incursión en la temática de brujería y satanismo (ponele, siendo generosos). Al margen de la escasa disponibilidad de recursos, la película carece de climas y los momentos de “terror” brillan por su ausencia. Demasiado ATP para el género, La llamada final apunta su mira a un nicho del mercado con más especulación que inspiración o vuelo artístico.
La trama, ambientada en 1987, refiere a la venganza de ultratumba que lleva a cabo una anciana recientemente fallecida (Lin Shaye) contra un grupito de adolescentes que la acosaban en su domicilio por considerarla responsable de la desaparición de una niña años atrás. Tobin Bell interpreta al viudo de esta mujer y es quien les propone un trato fáustico a los chicos: si cada uno de ellos efectúa un llamado telefónico de un minuto a cierto número que él les brinda pueden obtener 100.000 dólares de premio. Absurdo como suena, la proposición es aprobada (no habría filme de otra manera) y cada miembro del grupo, de a uno por vez, debe pasar a una habitación de esa casa siniestra desde donde marcar el fatídico número. Lo que les sucede a continuación abreva un poco en Línea mortal (con la cuestión de los pecados y la culpa a flor de piel) así como en tantos otros relatos que van más o menos por una senda similar. La condena moralizante sobre los personajes es de una chapucería alarmante. Por otra parte, la imaginería visual desplegada a partir de la mitad del segundo acto es pobre con ganas. Timothy Woodward Jr. no demuestra especial talento y el trabajo del guionista Patrick Stibbs no lo ayuda en nada. Sí es cierto que los actores jóvenes no están mal -no aparentan la edad que se supone deberían representar, pero no es algo atribuible a ellos- y aún con sus flaquezas la narración fluye, con un ritmo de montaje adecuado y una duración que, la verdad, debería ajustarse porque le sobran unos buenos quince minutos.
Lin Shaye y Tobin Bell aparecen en pocas escenas y han sido usados como cebos para aquellos incautos que al ver sus nombres se imaginen que se encontrarán con un plato fuerte equivalente a aquellas obras por las cuales se los recuerda. El famoso gato por liebre sigue vigente en pleno siglo XXI. Como aquel chiste en que un hombre encuentra al diablo revolviendo en una olla con una cuchara de madera. El asustado individuo, buscando confirmación, inquiere: “¿Mandinga?”. Y su respuesta: “No, mondongo”. Y eso es La llamada final. Un chiste malo.