Hay directores que no confían demasiado en los mundos que crean y entonces diseñan los relatos con el fin de balancear la debilidad de la ficción. El caso más obvio es el de Christopher Nolan, especialista en filmar películas que funcionan en verdad como juguetes narrativos. A Denis Villeneuve le pasa algo similar. La llegada es un caso singular: la película presenta un universo robusto, con buenos personajes y un conflicto cautivante que el relato se encarga de anular para poner de relieve un giro narrativo, una simple vuelta de tuerca. Un prólogo de aires malickianos deja lugar a la historia de Louise e Ian, una lingüista y un físico que deben hacer contacto con los habitantes de una nave espacial y encontrar una manera de comunicarse con ellos. Es de temer que los dos funcionen como alegorías epistemológicas, ciencias humanísticas versus ciencias duras, pero el guion los provee con el suficiente espesor como para existir más allá de ese contraste. La primera mitad confirma que Denis Villeneuve puede llegar a filmar con gran belleza y lo descubre como un observador atento a la materialidad de la historia: la película dedica un enorme cuidado a mostrar cada momento de la empresa, tanto los largos preparativos previos, la primera entrada en la nave y la investigación posterior. El director representa de manera inédita a los alienígenas y su tecnología: nada de superficies brillosas o de pasillos putrefactos y pegajosos, la nave ovalada es más bien rústica, sin detalles destacables, minimalista, de un gris homogéneo y regular que suma algo de verosimilitud al artefacto. La película se demora en presentar a los visitantes extraterrestres y el primer contacto resulta impresionante, produce una mezcla de repulsión y terror con curiosidad. Todo parece marchar bien, hasta que el desciframiento del lenguaje alienígena conduce a explicaciones rimbombantes acerca del lenguaje y sus efectos sobre el pensamiento, las diferencias entre secuencialidad y simultaneidad, etc. En rigor, Louise no había dicho nada muy brillante sobre el tema hasta el momento, pero lo que sigue a partir de ahí se vuelve un rejunte de lugares comunes pretendidamente complejos sobre de las palabras y la cognición. Ya en el 69, en Matadero cinco, Kurt Vonnegut juega con la posibilidad de entender el tiempo como un todo continuo que puede recorrerse a voluntad (también hay extraterrestres), y lo hace con gracia e ironía, sin tomarse demasiado en serio a sí mismo. Con ese montón de afirmaciones pomposas, La llegada presenta como disruptiva una idea de hace casi cincuenta años, y ya se anuncia torpemente lo que cerca del final será el golpe de efecto, la información que le dé un nuevo sentido a todo lo visto hasta el momento. Es curioso que la película se construya toda sobre este mecanismo: parece que al director no le alcanzara la historia, la relación de los protagonistas, el misterio extraterrestre, las tensiones internacionales o Amy Adams (incluso el sistema de notación extraterrestre que inventa la película es interesante), y necesitara transformar ese mundo en poco más que un insumo para la pirueta narrativa final. La llegada es de esas películas que invita a su público a salir de la sala comentando temas importantes, serios (oh, el lenguaje y la percepción) o elogiando minucias de la ingeniería narrativa. Villeneuve desecha la película que había construido laboriosamente durante casi una hora solo para poder explotar un recurso narrativo y sorprender al espectador. Destino menor para una película que prometía leer desde un lugar nuevo y con inteligencia el viejo tema del encuentro entre el hombre y otras formas de vida.