Vivimos la vida en alta definición. El valor de la experiencia está determinado en el presente por la prolongación del cuerpo a través de los dispositivos de registro. Bajo esta premisa, miles de películas a lo largo del año recorren festivales- y en raras ocasiones circuitos comerciales- filmando el acontecer de un viaje, un hecho puntual, o aspectos de la vida privada. Generalmente no hay un imperativo estético que se adueñe de las intenciones. Se sabe, hoy ya no se discute un encuadre determinado o la elección de un plano necesariamente, porque cualquier gesto que se muestre cuidadoso es calificado apresuradamente como académico. Del mismo modo, todo aquello que se ve sucio y desprolijo es elevado a las altas esferas del arte sin fundamentos muy convincentes. Una vez más, ¿quién o qué determina el equilibrio entre ambos juicios si es que existe tal posibilidad? ¿O debemos resignarnos al relativismo absoluto?
El comienzo de La luna representa mi corazón, reciente estreno de Juan Martín Hsu, no se distingue demasiado de esa clase de documentales con cámara en mano dispuestos a mostrar cuestiones familiares y cuyo punto de partida suele ser un cambio, una crisis, un punto de conflicto. En este caso se trata del asesinato de un padre, el del director, motivo que lo lleva a viajar desde Argentina a Taiwán con su hermano, por segunda vez, para reencontrarse con su madre. Y es este momento de inflexión el que allana un camino para el desarrollo de la película, signado por el paso del tiempo, el enigma acerca de la muerte y el impacto en los cuerpos de quienes no se ven por largo tiempo.
Mientras tanto, hay una cámara que parece buscar intersticios, brechas espacio/temporales entre dos países tan distantes. Y un montaje que está concebido para materializar la tristeza cotidiana, pero sin picos dramáticos ni brotes escandalosos. Así asoman otras experiencias que se suman a la del duelo, entre ellas, la del exilio, el desarraigo y la marca de un pasado sangriento. Y como no existe una única forma de procesar y narrar, hay momentos donde las imágenes hablan por sí mismas. Por ejemplo, en el interior de un auto confluyen una estampita de la virgen, un fragmento de Eva Perón (1996) de Juan Carlos Desanzo y la versión de Madonna de “No llores por mí Argentina”; en otro pasaje, el hermano se lamenta de que una chica, que había sido su pareja, se haya casado, mientras suena una versión taiwanesa de “El amor después del amor” y vemos el cielo. Estos momentos fugaces buscan inscribirse en un registro alejado de cuestiones referenciales y, en todo caso, se desprenden de lo esbozado en el primer párrafo de esta reseña, porque su naturaleza consiste en trascender cualquier propósito inicial y alimentar un horizonte predeterminado con pasajes autónomos, más cercanos a la poesía que a la ficción familiar. Y qué mejor que las canciones para expresar la complejidad de la distancia pero al mismo tiempo la cercanía del corazón durante un exilio. Allí están los karaokes para confirmarlo.
“Esta película es la familia” dice Hsu en medio de una discusión con su hermano, quien se siente interpelado por no querer ser obligado a estar en el documental. Pero detrás de esa afirmación hay mucho más, algo que excede a un linaje genérico, porque tomando como base cierta cuota de azar también se cuelan sin pedir permiso las diferencias entre culturas y de qué modo vivenciar eso. Acaso resientan estos hallazgos tres insertos de ficción que empañan el proyecto general, pero cuando la intuición y la belleza se adueñan de la pantalla, la cosa funciona.