Un padre le cuenta un cuento a su hija por dormir. Es un relato largo, un plano cerrado, cenital, fijo, de varios minutos. Una escena tierna, íntima, entre un padre y su cría, que lo escucha atenta y cansada. Pero están vestidos y abrigados, no parecen estar en una cama, ni en una linda habitación infantil. La luz del fin del mundo, escrita, dirigida y protagonizada por Casey Affleck, es un relato que se desarrolla en el filo entre dos mundos contrastados. El íntimo, humano, de la relación entre los protagonistas, y el feroz de la sociedad posapocalíptica en la que intentan sobrevivir. En un viaje constante a la intemperie. Durmiendo en carpas en el bosque o metiéndose en casas que parecen abandonadas, ávidos por algún retazo de la civilización perdida, agua que sale de una canilla, un cuarto con juguetes. En un mundo en el que no se puede confiar en nadie ni en nada, el padre hace las veces de maestro y protector, para que su hijo crezca protegido de la violencia. Pero nadie es capaz de tapar todas las grietas de la realidad, y el pasado doloroso, de la madre ausente, también forma parte de un combo duro. Está claro desde la primera escena que La luz del fin del mundo es un relato lleno de sensibilidad y humanidad, aunque cuesta encontrar ahí algo novedoso con respecto a otros films, (originales o basados en novelas, como La Carretera), de tema similar. Su personalidad, en todo caso, y a pesar del muy buen trabajo de la joven Anna Pniowsky, es la del omnipresente Affleck: su presencia, su cuerpo, su voz.