Eran océanos, pero de lágrimas.
Apenas cuatro películas le llevó a Derek Cianfrance obtener la membresía del club de directores académicos y moralistas que circulan –y, lo peor, con relativo éxito de premios y crítica– por Festivales Clase A y alfombras rojas de la temporada de estatuillas. Reconocido internacionalmente gracias a la demoledora Blue Valentine: una historia de amor (2010), su nuevo largometraje se titula La luz entre los océanos. Hay una evidente búsqueda de épica y grandilocuencia detrás de esa elección, y también en la historia de largo aliento temporal y destinos entrecruzados que allí se cuenta. El film es un melodrama demodé, casi anacrónico, al tiempo que los parlamentos en tono confesional de sus intérpretes, sumados a las largas escenas románticas situadas en atardeceres furiosamente anaranjados filmados en planos mayormente cerrados e inexorablemente sonorizados con una pista orquestal de fondo, muestran que Cianfrance hizo muy bien los deberes y está más cerca de convertirse en hijo putativo del Terrence Malick más arty –el mismo que acaba de presentar su último trabajo, el documental Voyage of Time: Life’s Journey, en la Sección Oficial del Festival Venecia, mismo apartado donde se estrenó internacionalmente La luz…– antes que en el discípulo de John Cassavetes que alguna vez amenazó con ser.
Nobleza obliga, debe reconocerse que Cianfrance encadena las casualidades que hilan el relato con la firmeza, el convencimiento, la seguridad y el aplomo de un narrador consciente del potencial lacrimógeno de su materia prima, en este caso la novela homónima de la escritora australiana M. L. Stedman. Lágrimas –y mocos– emanan la pobre Isabel (Alicia Vikander) y su obstinado marido Tom (Michael Fassbender) después de perder no uno sino dos embarazos. Pero para esos fluidos debe esperarse una buena porción de metraje, ya que antes hay uno de esos idílicos relatos amorosos de época (todo transcurre en Australia durante la década del 20) dignos de la imaginación de Nicholas Sparks. Con ella destruida y él cargando el peso de la lejanía del nidito de amor que impone su trabajo como cuidador de un faro, la aparición de un bote con un hombre muerto y una beba llorando –porque acá todos lloran– trae la solución a todos los problemas: deshacerse del cuerpo y criar a la nena como propia. Total, nadie sabe del inesperado arribo, ni muchos del segundo aborto espontáneo.
La decisión implicará, en términos formales, más sol y atardeceres, algunas tomas áreas limitadas a captar la inmensidad del paisaje y un par de secuencias de montaje que ilustran el crecimiento de la nena. Y en términos narrativos, una culpa de parte de él silenciada…hasta que se manifiesta. La aparición de la madre biológica marca el campanazo de largada para que Cianfrance, igual que en su film inmediatamente anterior, The Place Beyond the Pines, despliegue la funcionalidad aleccionadora del arco dramático sometiendo a sus protagonistas a un sinfín de padecimientos y castigos. Impersonal y pulcro como nueve de cada diez films académicos, La luz entre los océanos tiene un imponente diseño de producción, geografías majestuosas, un actriz y un actor intensos, encrucijadas morales, dilemas éticos, religión, stress postraumáticos y una búsqueda constante de redención. Sólo le faltan un par de Oscars.