LOS PECADOS QUE NOS ALCANZAN
La verdad que me cuesta entender el nivel de maltrato por parte de los críticos que ha sufrido La luz entre los océanos, y más aún si tengo en cuenta que Derek Cianfrance venía de generar un fuerte consenso a partir de Blue Valentine y El lugar donde todo termina. No es un problema de punto de vista, sino de cómo se respalda la propia perspectiva a la hora de mirar y escribir sobre un film, que va por dos vías principales: el capricho casi digno de análisis psicológico de muchos críticos que, luego de poner en lo más alto a un cineasta, lo tiran abajo y lo hunden en el barro, en una banal mostración de rudeza; y un tipo de formación que lleva a una imperiosa necesidad de encadenar cualquier película que se analiza a uno o varios referentes previos. Las dos “críticas” publicadas en Otros Cines son un ejemplo un tanto triste: si el texto de Diego Battle acumula casi de manera coleccionable en su primer párrafo cuatro nombres importantes (Davies, Lean, Bergman, Sirk) y hasta una autocita cuya fuente es Twitter (sí, el gran Battle ya llegó a un lugar de excelencia tal que hasta es capaz de citar un tweet propio); el de Carlota Mosegui tiene dos párrafos (es que debía estar muy apurada y no tenía tiempo para escribir), donde se dedica básicamente a repetir lo mismo que Battle. Si usted, querido lector, está empezando a pensar que el panorama de la crítica argentina es trágico, lo avalo por completo.
Lo cierto es que se ha tratado a La luz entre los océanos de drama académico, demasiado prolijo, convencional en su construcción y hasta moralista, pero esa no deja de ser una visión tranquilizadora y superficial: las bases donde se apoya Cianfrance son tenues, porque su apuesta no pasa por el homenaje, la cita o la mera reproducción de un modelo ya asentado. No, lo que intenta es diferente, implica recorrer un camino propio, donde el hilo narrativo se va formando de manera pausada, a partir de las acciones, los gestos y las miradas, con una inversión particular donde las transiciones tienen mucho más peso de lo habitual.
De hecho, el conflicto central tarda en aparecer no por torpeza narrativa, sino por una decisión sumamente consciente por parte del director, a partir del material de origen, la exitosa novela de M.L. Stedman. Lo que le importa en primera instancia es construir el vínculo entre Tom Sherbourne (Michael Fassbender) e Isabel Graysmark (Alicia Vikander), cómo el amor que va naciendo entre ellos funciona como una forma de curación para los dolores y las pérdidas que ambos vienen arrastrando. Es una especie de largo prólogo que le permite a Cianfrance retratar el lazo entre la búsqueda de soledad por parte de Tom y su decisión de convertirse en el cuidador de un faro aislado del resto de la civilización, en una huída deliberada de su pasado como soldado durante la Primera Guerra Mundial; pero también indagar en la soledad que padece Isabel, atravesada por la pérdida de sus dos hermanos en la Gran Guerra. Y luego de eso, el encuentro entre esos dos individuos, el acercamiento tímido, respetuoso, pero innegablemente sincero, la confluencia entre esos dos cuerpos dolidos que van creyendo que pueden recuperar la felicidad al empezar una vida juntos. El relato no les niega antojadizamente esa felicidad y por eso el film puede entregar instantes plenos donde la convivencia surge como una forma de complementariedad, sin por eso negar el dolor, sino incorporándolo a las etapas de la vida y por ende dándole otra relevancia a sentimientos y gestos que desde su simplicidad dicen mucho sobre los protagonistas. Hay una secuencia alrededor de un piano viejo y defectuoso que es ejemplificadora de esto último y toda una declaración de principios.
Por todo esto es que podemos entender, comprender y hasta justificar la decisión de Tom e Isabel de adoptar de manera irregular a un bebé que llega accidentalmente en un bote náufrago a las costas de su hogar, ante la imposibilidad de ella de concebir naturalmente. Y lo mismo se puede decir respecto a la culpa por esa acción, que afecta particularmente a Tom. Cianfrance vuelve a girar alrededor del tema de la paternidad, pero también de la maternidad -Isabel tiene muchas cosas para decir y decidir en su rol de madre-, y esas dos variables le permiten seguir abordando otro tópico decisivo en su cine, que son las razones que llevan a ciertas decisiones, las consecuencias que acarrean y cómo lidiar con las repercusiones. La culpa es el núcleo absoluto de La luz entre los océanos y está presente aún antes de desatarse el nudo conflictivo, ya está marcando a los personajes desde el minuto uno.
Lo temporal es un principio fuertemente constructor de los personajes en La luz entre los océanos, es prácticamente una película de vida, una especie de saga familiar, lo cual explica que el film decaiga en su segunda mitad, particularmente a partir de la aparición de Hannah Roennfeldt (Rachel Weisz), la madre biológica de la niña adoptada por Tom e Isabel. La propia historia de amor de Hannah -que podría haber tenido una película propia- está desarrollada un tanto a las apuradas y eso le resta impacto a su personaje, delatando asimismo que en verdad la fuente primaria de interés de Cianfrance es el matrimonio de Tom e Isabel, con el primero como eje moral.
Historia de amor, de tragedias, dolores y pérdidas, de deseos y frustraciones, La luz entre los océanos es también un film de época, pero no en el sentido de la mera reproducción naturalista de un tiempo y lugar. Lo que se intuye en el film, casi como un fuera de campo que condiciona a los protagonistas, es un conjunto de valores socio-culturales, un paisaje estableciendo un vínculo de retroalimentación con los dilemas que se van desarrollando a lo largo del metraje. Aún con sus fallos, La luz entre los océanos es un film de gran honestidad, mucho más arriesgado de lo que parece, donde cada minuto y cada plano cuenta, confirmando a Cianfrance como un cineasta moral, que no es lo mismo que moralista.