Tiempo escindido
En una fiesta, Luisa (Erica Rivas), la protagonista de Una luz incidente (2015), la última película de Ariel Rotter, contempla con ostensible incomodidad cómo el resto de los invitados se divierten. A prudente distancia observa cómo los demás conversan, cómo bailan y ríen. Ella está sola, vestida de negro. Se mueve entre la multitud festiva. Como un fantasma recorre el espacio, camina por el salón, atraviesa con cautela el jardín con pileta. Es posible escuchar, a lo lejos, la melodía inquieta de una banda de jazz, los aplausos que le siguen a continuación. La cámara registra el caminar incierto de Luisa. Su expresión triste. En un momento de su recorrido cruzará miradas con un hombre. El hombre se acercará a ella y le comentará algo gracioso. Luisa, casi sin querer o casi sin darse cuenta, por primera vez, sonreirá. Sin embargo, volverá de inmediato a retraerse y su sonrisa se convertirá en una mueca apesadumbrada.
La escena seduce por su proceder discreto, por lo que sugiere. Por la reserva en los gestos y movimientos. La escena, y la película en su conjunto, seducen por una disposición particular del tiempo. Un tiempo escindido. La historia, filmada en riguroso blanco y negro, sucede a fines de la década del cincuenta. En Buenos Aires. Luisa perdió recientemente a su marido en un accidente. Y sobrelleva, por un lado, la necesidad de cerrar esa muerte y, por otro, la necesidad de rehacer su vida. Tiene dos hijas pequeñas que mantener. Pertenece a una clase media acomodada, pero debe hacerse cargo de los gastos, pues su marido no ha dejado dinero. Luisa deberá convivir con dos fuerzas íntimas en pugna.
El tiempo escindido entonces. El tiempo del duelo, un tiempo dedicado al dolor, a la angustia y al insomnio. Un tiempo muerto. Luisa permanecerá durante el día recostada sin hacer demasiado, tan sólo se ocupará del cuidado de sus hijas, acompañada por una mucama. A la noche, sin poder dormir, planchará camisas que aún no desechó para que la humedad y el desuso no las arruinen. Viajará tras las últimas huellas de su marido. Visitará su oficina, inspeccionará sus cajones.
Mientras tanto, paralelamente, el tiempo de la reconstrucción. El tiempo de las preocupaciones -y prescripciones- sociales. La emergencia tímida del deseo. Su madre buscará acelerar ese tiempo. Insistirá con la necesidad de restablecer su vida, con la urgencia de conocer a alguien que le ofrezca una estructura a partir de la cual sostenerse. “Las nenas la necesitan”, repetirá una y otra vez, incansable, la madre.
Luisa conocerá a Ernesto (Marcelo Subiotto) en una fiesta. Ernesto es un contador de buen pasar que le pedirá con vehemencia casamiento, formar una familia. Persistirá con regalos y planes, con la seguridad de un apellido. Una escena condesará dramáticamente la película. Ernesto le mostrará a Luisa, con la gentileza y galantería propias de un conquistador, su departamento, el paisaje halagador de su futuro hogar juntos. El recorrido, cuyo destino resultará previsible, será interrumpido por el relato de Luisa acerca de la muerte de su marido. Una narración sucinta del accidente que alteró su vida de golpe.
Cierto tono triste y melancólico irá apoderándose de a poco del film de Rotter, sin nunca llegar a ensombrecerlo totalmente. A partir de pocos diálogos y largos silencios. Sobre todo a partir de pequeños gestos. Gestos de resignación o desconsuelo concentrados en la mirada de Luisa, en sus reiterados suspiros y besos forzados. En algún momento, la cámara se alejará con cautela, sigilosamente. Acaso como se ha movido durante toda la historia. Y así insinuará, en secreto, como dejándose por fin llevar, una ausencia y una despedida.