Las horas muertas
Basta con quedarse hasta el final y ver las dedicatorias y los agradecimientos, pero poca gente se queda (y menos en funciones nocturnas); incluso la leyenda de que “cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”. Ahí, la película se abre como una flor para liberar una fragancia intuida. Pero si no queda como opción acceder a las múltiples entrevistas que Ariel Rotter brindó cuando “La luz incidente” llegó al Festival Internacional de Cine de Toronto.
Parece que el dato biográfico es éste: Rotter creció como hijo del segundo (y fugaz) matrimonio de su madre, viuda a su vez (siendo muy joven) del padre de sus hermanas mayores. El universo del niño que devendría cineasta tuvo entonces poca presencia paterna y un universo femenino integrado por las hermanas, la madre, su abuela y la otra abuela, la de las nenas, la madre de ese que no tenía categoría, porque no se puede ser padrastro retroactivamente. Ese que lo miraba desde un portarretratos venerado junto al otro, al del tío materno fallecido en el mismo accidente: los dos hombres venerados por ese gineceo (podríamos pensar, en un exceso de psicologismo, sobre la autopercepción del niño como único aporte de las segundas nupcias), en un ámbito anclado en el pasado.
El ejercicio resultante tendría entonces algunos vínculos con el esfuerzo de Javier Daulte en su obra “Nunca estuviste tan adorable” (revisitada en las tablas santafesinas por Mari Delgado bajo el título “Quiero tener tu mano”), al menos en la vocación de reconstruir la historia familiar de la que uno es producto (dejamos al espectador el desafío de encontrar el cameo de Daulte en la película que nos ocupa). Pero mientras Daulte pensó su obra como una saga generacional, diacrónica, Rotter elige un corte casi sincrónico: un período en el tiempo que convive con los fantasmas de un pasado que se va reconstruyendo con el paso del metraje.
Progresión
Entonces, empezamos a comprender cosas. Como la lenta introducción de los personajes de la cinta y su mundo. La primera conversación de Luisa, la protagonista, y su madre, casi banal, ubicada en un departamento vintage, como las casas de las abuelas cuando éramos chicos: ambientes grandes, lámparas antiguas, cuadros ovalados, aparador con licores. Y la luz que entra por las ventanas en horas de la siesta o de la primera tarde: ésa es la verdadera luz incidente, omnipresente en una cinta rodada casi toda en interiores con ventanas abiertas a esa luz diurna, en esas horas muertas vespertinas que son más terribles cuando uno no quiere ver nada del mundo. Y más aún en el particular blanco y negro que logra la fotografía de Guillermo Nieto.
Rotter introduce al personaje masculino, Ernesto (simpático pero algo torpe en lo relacional, y acostumbrado a manejar los tiempos), antes de mostrar el anillo de Luisa y a sus mellizas. Y recién ahí una escena aparentemente menor, en una oficina, aporta al espectador no sólo algunos datos específicos, sino que la tecnología del lugar termina de situarnos temporalmente (buen trabajo de dirección de arte de Ailí Chen, también esposa del realizador, o sea parte involucrada en la saga familiar).
Y cuando entendemos la época, se nos abre también esa tensión entre el duelo de Luisa, su depresión callada y la presión familiar (hasta de su suegra) por que “rehaga su vida”; porque una mujer joven no puede no ser esposa y la aparición de un candidato dispuesto a “hacerse cargo” de las hijas es una oportunidad imposible de rechazar, aunque Luisa no quiere que las pequeñas pierdan registro de ese padre al que no pudieron conocer y disfrutar.
Y eso es un hecho poco habitual en el cine argentino: una ambientación epocal sólo en usos y costumbres, sin marcas de historia política (otra cosa que lo acerca a Daulte).
Silencios
Por todo esto, “La luz incidente” es una película de silencios, de lo no dicho, de sobreentendidos en las miradas. Y eso requiere intérpretes a la altura. Empezando por el peso específico de Érica Rivas, lejos de su explosión en “Relatos salvajes”. Como Santiago Loza con Valeria Bertuccelli en “Extraño” (que tenía el mismo protagonista que “El otro”, la premiada cinta de Rotter: Julio Chávez, un maestro de la parquedad), aquí el cineasta logra extraer hondura dramática en recursos mínimos de la actriz, que llena la pantalla con su angustia y su look Audrey Hepburn (el rodete o la colita altos, el tapadito cruzado).
Susana Pampín (que viene de hacer de madre de Gilda) se acopla al registro, al igual que Rosana Vezzoni como Mary (la empleada doméstica) y una Elvira Onetto al límite del mutismo como Nelly, la suegra de Luisa; ahí se inserta y la simpatía sin palabras de Greta y Lupe Cura como Julia y María, las nenas. La nota discordante la aporta Marcelo Subiotto como Ernesto: locuaz, un poco ganador, lleno de predicados sobre cómo deben ser las cosas.
La otra cosa que corta los silencios es la música de jazz, compuesta (salvo un par de clásicos) e interpretada por el trompetista Mariano Loiácono, que además aparece en escena junto a su tropa: Jerónimo Carmona, en contrabajo; Pablo Raposo, en piano; Eloy Michelini, en batería, y Julia Moscardini, en voz.
Con esas herramientas, el director (supervisado en guión por el histórico Jorge Goldenberg, una de las glorias de la Escuela de Cine de Santa Fe) construye un relato que no es fácil de entrada, pero que fluye apenas nos dejamos atravesar por la angustia de Luisa, los tironeos que sufre, las cosas de las que está segura. Y sí, hay una especie de tabú para Rotter: él mismo. Quizás haya otro tiempo, y otras películas, para seguir saldando deudas.