Gris de ausencia que ilumina una época.
En un exquisito blanco y negro que recrea la década del 60, el director de El otro narra la historia de una joven madre viuda, que con la pérdida de su marido ve tambalear no sólo su estabilidad emocional sino también su posición social. Gran trabajo de Erica Rivas.
“Anoche soñé con tu hermano”, dice una mujer recostada en un sofá. Unas piernas cruzadas de mujer que entran a cuadro por un costado hacen pensar que se trata de una sesión de paciente y psicoanalista, pero no. Es una madre hablando con su hija. El registro fotográfico en perfecto blanco y negro le da al cuadro un tono atemporal: podrían ser los años 50 o la semana pasada. En la siguiente escena Luisa, la hija, huele unas camisas de hombre y se acaricia el rostro con ellas, en un acto que tiene algo de fetichismo. El fetichismo del duelo. De eso, de los agujeros que deja la ausencia, se trata La luz incidente, el nuevo trabajo de Ariel Rotter, el director de Sólo por hoy y El otro.
La película avanza a través de una sucesión de planos medios o de planos generales apretados, la mayoría de ellos fijos, porque la cámara sólo se desplaza si Luisa lo hace, como si necesitara economizar energía, sabiendo que a medida que avance la historia demandará una inversión mayor. A veces ni siquiera pierde tiempo en ajustar el foco, sino que se limita a esperar que sea el propio movimiento de los personajes el que los vaya haciendo entrar en él. En esa paciencia hay arte. En la piel de Luisa, esta joven que a mitad de los 60 acaba de enviudar y debe criar sola a sus mellizas bebés, Erica Rivas luce estupenda. El gran trabajo de vestuario, maquillaje y peinado la hacen ver como una Audrey Hepburn melancólica y carnosa. La aparición de Marcelo Subiotto en el rol de Ernesto, un pretendiente al que conoce en una fiesta, sacude el relato, que con él gana en humor y en absurdo. Al principio como parte de una estrategia de seducción; luego como efecto colateral de su propia personalidad.
Luisa le cuenta a su madre que conoció a un hombre. “¿Cómo se llama?”, pregunta ella. Luisa contesta: “Ernesto”. “¿Y apellido no tiene?” La nueva pregunta ayuda a reconstruir un contexto en el que el apellido de un hombre y el respaldo de una familia eran un bien social muy preciado. Sobre todo para una joven madre viuda, que con la pérdida de su marido también ve tambalear su posición y estabilidad. La primera cita de Luisa y Ernesto es sintomática y marca cuál será la tónica, el color del vínculo. El la lleva a un club de jazz y ella intenta mostrarse interesada. En cambio, Ernesto parece menos preocupado por ella que por sostener su propio personaje de hombre fascinante. Esa noche al volver a su casa, Luisa se quedará planchando las camisas de su marido muerto hasta la madrugada.
El contrapunto con Subiotto potencia la labor de Rivas, quien es capaz de transmitir cualquier emoción, sentimiento o estado de ánimo con el solo movimiento de sus ojos. De un modo extraordinario ella se desdobla entre la mujer que resiste los embates amorosos cada vez más invasivos de Ernesto, y la madre estoica y obsesionada con el bienestar de sus mellizas. No es la primera vez que Rivas compone a una madre de tal potencia dramática. Lo hizo de forma igualmente brillante en Por tu culpa, de Anahí Berneri.
La escalada de seducción de Ernesto (que empieza a parecerse a Droopy) se vuelve más torpe y grotesca, pero sin vulnerar nunca su estampa de hombre protector y seguro de sí mismo. Gran mérito de Subiotto, quien logra que su personaje siga siendo cautivante incluso en los momentos en los que produce vergüenza ajena. Cuando al fin le pide su mano, Ernesto no escucha a Luisa sino que, como en club de jazz, permanece deslumbrado por su propia fantasía, la de pertenecer a una familia que no lo incluye. Pero no hay una pizca de egoísmo en su actitud. Más bien una ineficacia supina para manejar sus propios sentimientos y deseos, y para entender ya no el duelo ajeno, sino a la mujer que tiene delante. Ernesto es, en definitiva, un típico hombre de los 60, un modelo que, sin embargo, no se ha extinguido.
Sobre el final la cámara realiza el único movimiento disrruptivo de todo el relato, porque es posible detectar en él su obvio carácter de declaración estética. Se trata de un exquisito travelling en retroceso a través de un pasillo, que al principio le va dando aire al plano y parece quitarles presión a Luisa y sus hijas, que están solas en el living de la casa. Pero enseguida una serie de puertas van reenmarcando una y otra vez a las tres mujeres, subrayando el encierro, hasta que la cámara se detiene y el foco las va deshaciendo, convirtiéndolas a ellas también en fantasmas.