Admirable drama asordinado que trae ecos reconocibles
Buenos Aires, comienzos de la década del 60, con resabios de la anterior. Se nota en la ropa, en los muebles, en la máquina de hacer pastas caseras, en el autito y los juguetes, en el silencio todavía posible dentro del hogar. Y en el modo de hablar, de moverse, y sobre todo en el modo de pensar.
Hay una madre, que ya es abuela, y una hija, madre de dos criaturitas. Sonríen con tristeza recordando a un ausente. Después sabremos que hay más de uno. Y que la joven madre arriesga problemas económicos. Está de duelo, pero debe rehacer su vida cuanto antes. Eso, en esa época, significaba "debe volver a casarse", "las nenas necesitan un padre". Seguramente hoy también significa lo mismo, pero las mujeres han cambiado un poco. Lo que no cambia, es la necesidad de hacer el duelo.
Ahí es donde irrumpe, e interrumpe, un posible candidato. De buena posición, buena predisposición, y buen humor, pero torpe y apresurado. Parece la unión imposible del agua con el aceite. Y parece que no hay otro. Un tipo amable que dice "¿Qué mayor felicidad puede tener un hombre, que sentirse necesario?" Pero no escucha lo que la otra persona necesita.
Por ahí va el drama, sin gritos, encerrado en la calma del hogar y la cabeza de la mujer, que se ve perdida entre el dolor íntimo y el entusiasmo ajeno. El sonido despojado y la fotografía en blanco y negro, de sutil encuadre, nos ponen en clima y nos remiten a ciertas películas de aquella época. Las actuaciones son más modernas. También la mirada de los espectadores, hasta que, dentro de cada uno, empiezan a superponerse las imágenes de sus propios recuerdos familiares. La dedicatoria final es clave: "A mi madre y mis hermanas".
Así es la nueva película de Ariel Rotter, quizá la mejor de las tres que hizo hasta ahora, o al menos la más sentida. Lo apuntalan admirablemente Erica Rivas, Marcelo Subiotto, Susana Pampin, Guillermo Nieto, director de fotografía, Aili Chen, directora de arte. Vale la pena.