La decisión más difícil de tomar
Gustavo Fontán ha dado muestras suficientes - El árbol, primero; La orilla que se abisma, después- de un infrecuente talento narrativo, un cuidado estético y una fuerza poética que lo hacen uno de los cineastas independientes con mejores herramientas para resolver cuestiones que tienen que ver, principalmente, con la vida misma. La madre no elude esos tópicos y, por el contrario, se mete de lleno en el que tiene que ver con la relación madre e hijo en un momento en el que se agotan todas las alternativas y entra a tener peso la cuestión de la supervivencia.
La historia tiene como eje a Sonia y Jonatan, madre e hijo, aislados en un paisaje marginal. Mientras el joven supera la adolescencia para intentar trazar su propio destino, la mujer, separada, cae en un abismo depresivo en el que entre divagues se sumerge en la oscuridad del alcohol. Hay que ponerse en el lugar del pobre Jonatan, sin armas para intentar el rescate de una madre que parece condenada por su propio deterioro, mientras debe evaluar el quedar atrapado en el espanto o emprender un camino vital, el del descubrimiento, la revelación de que más allá de esas paredes existe un mundo que es totalmente diferente del que padece y no termina de acostumbrarse.
No es nada fácil analizar esta relación madre-hijo, en este caso para Fontán arremeter contra la culpa según el concepto judeocristiano y salir bien parado. No obstante las contradicciones que esto genera, el cineasta lo consigue con altura. La historia, los personajes y el lenguaje con que Fontán los describe recuerdan los descarnados buenos títulos de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne.
Quizá la falta de ajuste en algunos momentos (que es de suponer que son producto de un armado del relato sobre la marcha) afecta el ritmo que, es importante aclarar, no pretende ser sostenido. Fontán consigue trasladar al espectador la sensación de que esa situación expuesta con crudeza no da para más. Lo hace una y otra vez, y así logra tensionarlo, comprometerlo. De eso se trata.