Qué es esta extraña película. No sabemos. Tendemos a perdernos en ella, dentro de sus imágenes, de su ambiente, en sus inquietantes murmullos y en la circularidad casi maníaca con la que las acciones de los personajes horadan discretamente sus planos. Misterio y más misterio. Mejor para nosotros: La madre, en algún punto, es todo ganancia, porque ¿cuántas veces en el cine que nos deparan nuestros días uno tiene la oportunidad de sentir que nada en una película le es dado sino que, por el contrario, todo hay que ir a buscarlo –y sin embargo está ahí, tan lejos, tan cerca, en parte es cuestión de voluntad – como se va detrás de un pensamiento, un recuerdo o un sueño que despiadadamente se escabullen dentro nuestro? Hay que jugar, dejarse ir en esta película, abandonarse a la lógica aparentemente amorfa con la que sus planos se suceden, siempre dotados sin embargo de un raro esplendor diurno, una condición irrenunciable de materialidad.
Es que Fontán no cede un ápice a la tentación de refugiarse en un onirismo fácil para poder así justificar de un modo espurio la ausencia de una narración lineal y de una progresión dramática en su película. Y por qué habría de hacerlo. Por el contrario, las escenas de La madre son implacablemente concretas sin perder por ello su cualidad misteriosa (milagros del cine): la madre que se tambalea con la copa de vino en la mano o permanece en el jardín bajo la lluvia, o deja el cigarrillo apoyado en el colchón. En algún momento, la voz de su hijo adolescente que la llama –“mamá,” dice, “¡qué hiciste, mamá!” – y la voz en off de la mujer empieza a contar el fragmento de un sueño que es maravilloso, y también aterrador, y que retoma luego con parsimonia, una y otra vez. Y de nuevo a empezar. El chico, por su parte, tiene sexo con una mujer que tal vez sea su novia y que aparece de a ratos por la casa, o se dedica a darle sepultura en el jardín al cadáver ya rígido del perro, mientras el ojo abierto del animal parece que permaneciera expectante hasta el último adiós, antes de que las paladas de tierra terminen de quitarlo de la vista del mundo. La película parece postular una conexión obligatoria entre la madre degradada por la soledad y (acaso) el abandono, y la serena perplejidad del hijo que deambula por la casa y por los alrededores ante el universo que se abre delante suyo.
La madre es una película en la que abundan escenas cuyo significado es perfectamente legible pero que a pesar de ello no sabemos cabalmente cómo hay que interpretar. Como en El árbol o en La orilla que se abisma, Fontán se revela como un cineasta preocupado en extremo por el peso de los detalles, que se evidencia por ejemplo en el extraordinario trabajo con el sonido y con la luz. Solo los fragmentos le importan al cine, parece decir. La tarea de Fontán como director entonces, podría ser la captura incesante de esos segmentos sueltos del mundo, esos destellos con los que todo parece iluminarse brevemente, para volver luego a su inconsolable opacidad.