La tensión filial atrapada en la cámara
Madre e hijo en lucha. Silenciosa, sorda, desarticulada, ubicada en una zona que el espectador debe ir descubriendo, en su textura y en su intensidad. Esto es lo que plantean Gustavo Fontán (El árbol, La orilla que se abisma) y su equipo de trabajo en La madre: una relación que bordea la ruptura y, sin embargo, no puede quebrarse.
Una madre (Gloria Stingo) en el borde del colapso psicológico, un hijo (Federico Fontán, hijo del realizador) que desea abandonar la casa pero siente el lógico peso que podría tener esa decisión en el futuro de esa mujer, aparentemente en desequilibrio, y siempre cerca del peligro. Entre ambos, la novia del chico (Marisol Martínez), como una amenaza latente para la madre, una mujer que ya siente en su cuerpo las huellas de ya no provocar deseo sexual, en contraposición a su hijo . Y una casa que es escenario del conflicto con la neutralidad de lo apacible, sitio donde Fontán decide reposar la mirada, con encuadres precisos en los que la iluminación cumple un papel preponderante.
El director retrata esta relación, que sufre un vaivén entre lo desesperado y lo desconocido. Y lo hace a su manera: esquivando la narración tradicional, sin subrayados, con el uso de planos fijos contemplativos y un tratamiento no lineal para con los personajes, que incluye la menor información posible acerca de ellos. El fuera de campo, vital, que incluye un padre ausente cuya participación en el conflicto tal vez les daría una salida a estos personajes, supone también un trabajo de parte del espectador –al que Fontán jamás intenta dirigirle la mirada– para decodificar aquello que no puede percibirse, pero que está en el aire. Y que angustia.