Un collage de horror despreocupado Cuando no es Bridget Jones (un personaje de esos que tienen vida propia más allá de la calidad de los filmes que los contienen) Renée Zellweger va y viene entre películas buenas y malas, como cualquier actor. El problema es que ella siempre parece desubicada, escondida detrás de un rostro que se ensancha –y se achina– película a película, pasible de gestos estandarizados y mohínes turbadores. Sí, a Renée el cine le está quedando incómodo, como si fuese un vestido que le chinga por todos lados. Éste, su penúltimo film antes de retornar a la dulce perdedora de Jones (lo que también está bien: todo actor debería tener su John McLane) es, antes que malo o bueno, raro. En realidad, a medida que va juntando hilo en el carretel, resulta un collage despreocupado que tanto toma del J-Horror japonés como de las distintas Profecías. Aquí Zellweger es Emily, una asistente social que se toma demasiado en serio la problemática familiar de Lilith (la inquietante Jodelle Ferland), a quien literalmente salva de ser horneada viva por sus padres. Con la ayuda de un colega (Bradley Cooper) y de un amigo policía (Ian McShane), Emily adopta transitoriamente a Lilith mientras va desentrañando una madeja que pone en crisis lo que, en principio, parecía una decisión correcta: no todo lo que se ve es exactamente lo que parece en esa niña presuntamente indefensa. Hay un mérito en la realización de Caso 39: la despreocupación mentada más arriba; una herramienta que, a pesar del saqueo descarado a otras películas y un guión que hace agua por todos lados (a cuya debilidad le corresponden tanto los efectos especiales como el desarrollo de algunos de los secundarios), la vuelve ridícula y culposamente divertida. Es así: el director alemán Christian Alvart luce muy orondo su permiso para afanar. Claro que ese mérito, en tanto gesto unidireccional, es también lo que, por otro lado, hace de ésta una película fallida. Porque no provoca más que esa mirada ni sabe agarrar para otro lado. Casi como una parodia fílmica que se cree una película en serio.
Hasta los extraterrestres la devuelven En el barrio, ante la idea de Contactos de cuarto tipo dirían que de dos cosas buenas hicieron una mala. Aunque, en este caso, es una afirmación exagerada, y es difícil dilucidar cuál de los elementos narrativos utilizados en el film serían la “cosa buena”. La película cuenta los sucesos que rodean a la Dra. Abigail Tyler (Milla Jovovich), una terapeuta de Nome, Alaska, cuyos pacientes comienzan a experimentar una patología que tiene que ver con una supuesta abducción extraterrestre. Un problema que termina sufriendo Tyler misma y para el que no encuentra explicación. Ni ella ni otro especialista, el Dr. Olmos, interpretado por el siempre sólido Elias Koteas. El director Osunsanmi pretende darle una pátina de “cosa real” a todo el asunto, dividiendo la narración entre la pura ficción y supuestos videos en los que se ve a la verdadera Tyler contando su experiencia, además de otros donde se ve a sus pacientes (también verdaderos) sufriendo ante las terapias de hipnotismo a los que la doctora los somete y que en algún momento los lleva a cometer actos terribles. Pero lo cierto es que ese material de archivo es tan ficcional como lo pretendidamente “rehecho” con actores (si a esta altura el lector pensó que la película intenta ubicarse entre Actividad paranormal y El proyecto Blair Witch, acertó). El efecto que se busca superponiendo las imágenes truculentas de un video confuso –que convenientemente pierde la imagen cuando los elementos extraños (llámese presencia extraterrestre) aparecen– o las circunstancias que involucran a Abby, cruzadas con las dizque verdaderas, no sólo no asusta ni impacta, sino que desnuda el artificio de tal manera que produce un efecto inverso al buscado. Todo esto, sumado a la impericia de Osunsanmi (que aparece como el interrogador de la “verdadera” Tyler) para ni siquiera pegar dos planos correctamente, resultan en un cóctel fatal, aburrido e intrascendente.
Fórmulas y caprichos Amante accidental y las flamantes sitcoms Cougar Town y Accidentally on Purpose (por dar dos ejemplos) son de la misma familia. En ellas –en ésta– cuarentonas hot se “benefician” a veinteañeros como corriendo una carrera cuyos obstáculos son la culpa, las convenciones sociales y la pelea entre la experiencia y el desconocimiento. Se sabe, una comedia televisiva se puede mover muy cómoda en este tema, zanjando a puro gag, y con multiplicidad de personajes, los conflictos. Son seres que pueden, como el Coyote, caer de un barranco y aparecer ilesos en la próxima secuencia. Pero un film cuenta un tramo escogido de la vida de sus protagonistas, y debe hacernos creer que lo que les sucede, les sucede realmente. Sandy (Catherine Zeta-Jones) es una ama de casa cuya vida perfecta en los suburbios neoyorquinos se ve brutalmente interrumpida por la infidelidad de su esposo; Aram (Justin Bartha, de ¿Qué pasó ayer?) es un muchacho judío de 25 años que acaba de divorciarse de una mujer francesa que sólo lo quiso para conseguir su residencia en Estados Unidos. En el principio, la película rumbea para el lado de la comedia moderna, graciosa y supersónica. Sobre todo de parte de los personajes secundarios (los pequeños hijos de Sandy, los padres de Aram, el compañero actor de él). Pero claro, tiene un centro habitado por Sandy y Aram, y ese núcleo duro no escapa a los formulismos. Los protagonistas arrancan como vecinos –después de huir de su hogar Sandy viaja a Nueva York y alquila el departamento que está sobre la cafetería donde trabaja Aram–, continúan como jefa y empleado –el muchacho se convierte en baby-sitter de los niños– y terminan como novios. Lo que molesta no es que el desarrollo de la relación vaya de la mano de las fórmulas, sino que ésta no aparece mostrada como un camino necesario para que los personajes aprendan y sí, en cambio, como un capricho del guión. Como si lo que sucede estuviera atado a cumplir un plan (al principio la diferencia de edad no será un impedimento, sí después; el joven se mostrará más aplomado que el maduro; y así) sin sorpresas. Sólo en busca de un final feliz.
Los primeros pasos de un conquistador Este film del ruso Serguei Bodrov explora los años de infancia y juventud del legendario Gengis Kan. Planificada como la primera parte de una trilogía (y acaso por eso), la película se toma su tiempo para contar cómo el pequeño Temudjin pasa de niño valiente a joven perseguido, para abandonarlo en el momento en el que es ungido Kan. El trabajo de Bodrov con la historia es minucioso y enmarcado en un relato épico que, si bien nunca apuesta a la grandilocuencia, luce un poco extenso. La película comienza con un Temudjin de sólo nueve años que, acompañado por su padre en una visita a un clan mongol, elige a la que será su futura esposa, Börte. Una elección equivocada, ya que, en realidad –y por una deuda que tenía su progenitor con otro clan–, el niño debía escoger una muchacha perteneciente al grupo del que su padre era deudor. El error es fatal: esos mismos hombres llevan al padre a la tumba. Desde ese momento, el futuro gobernante de Mongolia es perseguido por propios y extraños, mientras a cada paso debe dar pruebas de su entereza y su coraje. Que el film se estrene en DVD ampliado es una mala noticia (cada película que no llega en fílmico encarna una mala noticia en sí) ya que Bodrov utiliza largas y trabajadas panorámicas para dar real dimensión de lo inmenso de la llanura, así como se empeña en ilustrar con muchos detalles (que no excluyen una buena cantidad de sangre) las escenas de batallas. Con todo, Mongol porta una extraña placidez, como si el director hubiese planificado la trilogía muy seguro de realizarla. Será por eso que se preocupó por dar real dimensión a cada personaje y carnadura al protagonista, que en su adultez es interpretado por el actor japonés Tadanobu Asano. Un Temudjin nacido para ser Kan que se muestra cariñoso con sus hijos, justo con quienes lo han ayudado e implacable con sus enemigos. Y que conoce su destino de gloria desde el principio.
Un perdedor que conmueve Finalmente llega el film que le valió el Oscar Jeff Bridges, por su interpretación de un cantante folk en decadencia. La banda sonora es excelente. Ok, la trama es previsible, la historia pequeña y las situaciones se pueden contar con los dedos de una mano. Nada que no se diga (demasiado) de Avatar, por caso, un film mucho más ambicioso que éste en varios términos y que para muchos llegó con la misión de cambiar para siempre el modo en que nos enfrentamos a una película. Loco corazón no aspira a nada parecido, y sin embargo en su núcleo existe una idea similar a la de Cameron: utilizar una trama simple para hablar de algo mucho más grande. Que en este caso no tiene que ver con cuestiones metafóricas ni luchas ancestrales, sino más bien con la dura existencia de un hombre que debe velar por él mismo; con sus demonios, su pasado y su incierto futuro. El cantante folk Bad Blake (enorme trabajo del ganador del Oscar Jeff Bridges) va de bar en bar, de bowling en bowling, ofreciendo un repertorio de bellas canciones –mérito del gran T Bone Burnett– y su traza de alcohólico irredimible. El catálogo del músico lo persigue: las mujeres maduras se le acercan, los fans que aún lo recuerdan lo idolatran, la idealización lo acecha. El andar decadente de Blake –un músico cuyos mejores días artísticos se encuentran en un pasado remoto donde tampoco hizo lo mejor que podía en el plano personal– se ve interrumpido cuando su precaria gira lo lleva a Nuevo México. Allí conoce a Jean, una reportera (la notable Maggie Gyllenhaal) que es madre soltera de un pequeño de cuatro años, con quien entabla una relación amorosa. Pero Blake no es un hombre fácil: una ristra de pérdidas tracciona su presente hacia su adicción al whisky. Él no sólo ha dejado en el camino un hijo al que jamás volvió a ver, sino que, por motivos que el film no revela, está receloso de Tommy Sweet (Colin Farrell), un astro de la música country del que es maestro y mentor (y algo así como otro hijo perdido). El director debutante, Scott Cooper (que escribió el guión adaptando una novela de Thomas Cobb), cerca a su protagonista con cielos inmensos y carreteras largas, una placidez del entorno que contrasta con su interior y que sabe mostrar sin remilgos, poniendo la cámara donde debe ir y dejando en el centro las actuaciones. Así, la profunda tristeza de Blake y la desesperanza de Jane aparecen en su real dimensión, sin que Bridges y Gyllenhaal necesiten apretar ningún botón para que eso suceda. Blake nunca es un borracho patético, Jane jamás infunde lástima; son personas, ni más ni menos. Lo mismo que el personaje de Farrell, e igual que ese gigante de Robert Duvall, al que le bastan algunos minutos en pantalla para gastarla en el papel de un viejo amigo de Blake, un rol que muchos críticos norteamericanos vieron parecido a su personaje de El precio de la felicidad. La increíble performance de Jeff Bridges (que puede ser el lacónico Jack Baker, el vago The Dude o el villano Obadiah Stane con el mismo, extraño grado de intensidad) hace que Loco corazón conmueva con lo mínimo, a bordo de la saga de un hombre que parece haberlo perdido todo pero que, paradójicamente, siempre está a un paso de ganar.
En una fiesta popular de cine La sofisticada segunda película del portugués Miguel Gomes, premiada en el Bafici, llega finalmente a las pantallas locales. La celebración por el estreno de Aquel querido mes de agosto puede provenir de fuentes múltiples. Por un lado, el film del portugués Miguel Gomes fue el ganador de la competencia internacional del Bafici 2009, con lo que su estreno en fílmico significa la dorada oportunidad de verla como corresponde: en una sala de cine. Por otro, ofrece la chance invalorable para el cinéfilo de encontrarse con el sofisticado cine de Gomes. En éste, su segundo largo, y con una habilidad asombrosa para disponer de los materiales cinematográficos (el uso de la música, por ejemplo, un elemento imprescindible en esta película), el director supuestamente mezcla documental y ficción, aunque lo que hace no es integrarlos sino difuminar uno mientras nace el otro. La operación es tan original como arriesgada y su ejecución permite reconocer en Gomes un cineasta de los más personales que se puedan encontrar. Hasta su primera mitad, el film alterna el registro de algunas celebraciones populares de la zona del centro de Portugal –y sus particularidades– con el seguimiento de un equipo de filmación (cuya cabeza es el propio Gomes) un poco a la deriva y con problemas de producción para realizar un trabajo cuyos objetivos, en principio, no aparecen muy claros. Los grupos musicales, las peregrinaciones, el relato de pobladores de los lugares elegidos se mezclan con las vicisitudes del grupo mencionado, en un registro que no se atiene a presupuestos narrativos pero que tampoco se agota en lo meramente sensorial. Gomes filma ese mundo directamente, sin filtros, contextualizando con encanto (¿qué otra cosa despiertan esos números musicales o esa minihistoria del “molador” Paulo?) y despreocupación el camino hacia el verdadero norte de su película –su centro, podría arriesgarse–, que es su costado ficcional. Aquello mismo que a los diez minutos del film le reclama al “personaje” de Gomes un supuesto productor, guión en mano. La segunda mitad del film arranca cuando el Gomes cineasta parece tomar nota de aquello, abandonando aquel juego un poco lúdico de ir y venir entre fiestas, canciones y situaciones cotidianas para entrar en el plano ficcional. El director por fin consigue los actores que necesita entre la gente común del pueblo (“quiero personas, no actores”, le dice seriamente a aquel que lo viene a apurar), aunque jamás haya en pantalla un reflejo de cómo lo hace y sí la sensación de que la frontera entre documental y ficción se borró imperceptible y naturalmente. Allí comienza la historia de Tania y Helder, dos primos adolescentes que tocan en la misma banda musical y terminan enamorándose, con el consiguiente drama familiar que ello implica. Y para narrarlo Gomes utiliza las mismas riendas que para la primera parte del film. El portugués, entre otras cosas, jamás resigna la libertad de un plano, sea real o ficticio lo que éste refleje, ni abandona el tono festivo aunque esté cruzando géneros. Así, Aquel querido mes de agosto resulta sorprendente y sorpresiva, algo así como la manifestación de un cineasta moderno que parece saberlo todo.
La tensión filial atrapada en la cámara Madre e hijo en lucha. Silenciosa, sorda, desarticulada, ubicada en una zona que el espectador debe ir descubriendo, en su textura y en su intensidad. Esto es lo que plantean Gustavo Fontán (El árbol, La orilla que se abisma) y su equipo de trabajo en La madre: una relación que bordea la ruptura y, sin embargo, no puede quebrarse. Una madre (Gloria Stingo) en el borde del colapso psicológico, un hijo (Federico Fontán, hijo del realizador) que desea abandonar la casa pero siente el lógico peso que podría tener esa decisión en el futuro de esa mujer, aparentemente en desequilibrio, y siempre cerca del peligro. Entre ambos, la novia del chico (Marisol Martínez), como una amenaza latente para la madre, una mujer que ya siente en su cuerpo las huellas de ya no provocar deseo sexual, en contraposición a su hijo . Y una casa que es escenario del conflicto con la neutralidad de lo apacible, sitio donde Fontán decide reposar la mirada, con encuadres precisos en los que la iluminación cumple un papel preponderante. El director retrata esta relación, que sufre un vaivén entre lo desesperado y lo desconocido. Y lo hace a su manera: esquivando la narración tradicional, sin subrayados, con el uso de planos fijos contemplativos y un tratamiento no lineal para con los personajes, que incluye la menor información posible acerca de ellos. El fuera de campo, vital, que incluye un padre ausente cuya participación en el conflicto tal vez les daría una salida a estos personajes, supone también un trabajo de parte del espectador –al que Fontán jamás intenta dirigirle la mirada– para decodificar aquello que no puede percibirse, pero que está en el aire. Y que angustia.
Retrato de (otra) familia Adopción parte de un caso real: el de Juan, adoptado por Ricardo, un profesional soltero y gay, a los ocho años. Los dos temas, adopción y homosexualidad, entran en combustión cuando se tiene en cuenta que Juan, nacido en 1976, permanecía en un orfanato al que había llegado con una historia confusa. Por un lado, se decía que su madre militaba en una organización armada y había sido asesinada en Tucumán, por otro, que había sido abandonado. Ricardo, por su parte, debía enfrentar la burocracia que no le puso las cosas fáciles al conocer su homosexualidad y su vida en pareja. Ante la imposibilidad de contar con testimonios de los protagonistas reales, el realizador, David Lipszyc, optó por el falso documental. Esto es, actores que personifican a Ricardo y a Juan en cámara. La película mezcla esas entrevistas con filmaciones que dan cuenta del origen de Juan, sus recuerdos difusos, la indefinida relación con su madre y su padre, además de animaciones y otros elementos que hacen a la narración. Ricardo fogonea en Juan la inquietud por conocer su verdadera identidad, mientras trata de amarrar su homosexualidad al derecho a armar una familia. Esa tensión está en el centro del film, que a partir de su segunda mitad se acerca a lo ficcional, revelando qué sucedió con los padres de Juan y cómo Ricardo pudo articular su realidad con la misión de una vida familiar sin ocultarle nada al niño.La elección formal de Lipszyc constituye un punto a favor ante la manipulación que un tema como éste puede sufrir. Pero le resta fuerza al relato. La película evidencia una bienvenida falta de énfasis –el director expone sin juzgar ni opinar–, pero no puede evitar cierta hibridez. De todos modos, el acercamiento respetuoso al tema y la nobleza de la realización hacen de Adopción una película valiosa.
Con las aventuras en primer plano El reestreno de Toy Story 2 en su versión 3D es el último escalón antes de la llegada de la flamante tercera parte de la historia, en julio próximo. Al igual que sucediera con Toy Story, primera y seminal película de los estudios Pixar, el pase del film a la tecnología hoy tan a la moda no supone mayores cambios, pero sí comprende una puesta en valor de todo lo bueno que mostró diez años atrás. La cuestión, ante esta versión en 3D, es preguntarse qué aporta la nueva tecnología a una película que acumula méritos suficientes como para no necesitarla. La continuación de la saga que protagonizan los dos juguetes preferidos del niño Andy: el cowboy Woody y su compañero –casi rival en la primera parte– Buzz Lightyear, astronauta corajudo y leal, tiene una gran idea detrás, que se mantiene incólume: demostrar que la transitoriedad del goce por los juguetes no queda fijada a la infancia y sí al amor que se puede tener por ellos. En ese sentido, su visión en 3D está justificada, ya que les da una textura a estos muñecos que los hace aún más cercanos, con una entidad espacial que se adivina desde el primer momento, cuando Buzz aparece como protagonista de un videojuego. Sin humanizarlos, claro, que cuando Pixar cruza esa línea logra sus películas más desparejas (Cars). Éstos no son objetos ni personas: son juguetes vivos, ni más ni menos, capaces de comprender su misión en este mundo y encararla con valentía, aunque el olvido esté en el horizonte. La historia funciona de maravilla, con la peripecia de Woody a punto de ser vendido a un museo junto a la vaquerita Jessie y el “oloroso” Pit, y finalmente rescatado del malvado coleccionista Al por sus chiches amigos. Como corresponde, con la aventura en primer plano y la tecnología detrás.
Cómo hacer todo, pero todo, mal Días de ira produce un extraño deseo en el espectador: que a la media hora de proyección el celuloide se autodestruya, como sucedía con las instrucciones que le impartían al capo de Misión imposible. Así de canalla es este film de F. Gary Gray, que no sólo le falta al cine desde (casi) todos los rubros posibles sino que también carga consigo una ideología deplorable, además de varias ideas sobre la justicia equivocadas por donde se las mire. Un hombre (Gerard Butler, actor con minúsculas) es testigo de cómo un criminal despiadado –que asalta su casa junto a un cómplice menos violento que él– asesina a su esposa y su hijita. Por fallas en la instrucción policial, entre otras cosas que tienen que ver con el debido proceso, el ayudante del fiscal de distrito (Jamie Foxx) debe hacer un trato con el autor material del hecho, que perjudica a su compinche en beneficio propio ganando así la posibilidad de quedar libre a los pocos años. Cosa que efectivamente sucede, despertando las iras de este buen hombre, que empieza a ejecutar una venganza no sólo contra el asesino de su familia sino también contra los miembros del sistema que lo benefició, sin hacer distinción de categorías ni medir grados de responsabilidad. Lo que sigue es una horrible apelación a la justicia por mano propia –muy descriptiva y a troche y moche–, envuelta en un guión fatal, propio de un (mal) estudiante de cine, al que no le va en zaga el pobrísimo desempeño del director Gray. Si no invitara a la indignación furiosa, Días de ira, con sus fallas en el verosímil, sus actuaciones de cartón y su pobreza formal y conceptual, hasta causaría gracia.