La casa tomada
Minimalismo y poesía son dos de las energías que potencian al cine de Gustavo Fontán. Este realizador argentino que ya había sorprendido a los críticos con su austera e inolvidable El árbol y con su no-convencional -cuasi experimental- La orilla que se abisma, vuelve a cautivarnos con La madre, su tercer opus de ficción, presentado con anterioridad en la edición 2009 del BAFICI en la sección de competencia argentina y con gran aceptación de la crítica especializada.
La ambigüedad y la fragmentación atraviesan el universo de esta trama protagonizada por tres personajes: una madre (Gloria Stingo) envuelta en un soliloquio, su hijo adolescente (Federico Fontán) que debe lidiar con angustias propias y ajenas, y por último su novia (Marisol Martinez) en franca rivalidad con la suegra. Pero sobre todo la presencia de un cuarto personaje, quizás el más importante aunque invisible, que no es otro que un padre ausente o simplemente la ausencia de una figura paterna para realzar el costado psicológico del relato, pese a que sería mejor inclinarse por una interpretación de carácter simbólico.
El trasfondo de la ausencia está meticulosamente trabajado en un fuera de campo constante. Sin embargo, ciertos análisis optarán por recorrer un camino bastante transitado como el del complejo de Edipo, teniendo en cuenta la relación entre madre e hijo con un padre que ya no está. No obstante, esa vía psicoanalítica -para esta obra- resultaría poco reveladora ya que prevalecen elementos mucho más importantes (el tiempo, los espacios vacíos, la fugacidad, la muerte, la finitud, el destino, etc.), que invitan a reflexionar sin modelos teóricos ordenadores. Es más adecuado y placentero despojarse de cualquier intento de estructurar esta historia que hace del fraccionamiento prácticamente su eje rector, con el privilegio sobre la forma antes que el contenido; y hace del punto de vista, con un sutil juego de miradas entre los protagonistas, su vitalidad.
Si en El árbol la idea del tiempo imperceptible se hacía palpable a través de la quietud de la naturaleza, en La madre los fantasmas de la ausencia se hacen visibles en la quietud del tiempo. Aparecen inertes como el viento en los resquicios del silencio de una casona donde los objetos parecen más animados que los propios seres que la habitan; tangibles en la textura de las sombras proyectadas en la pared que se difuminan, a veces heridas por la irrupción de la luz y su movimiento interno. Pero esa quietud que en realidad son fragmentos (característica sustancial del cine de Fontán) se agiganta a partir de la inercia de los cuerpos, a veces informes y otras convirtiéndose en meros objetos de un paisaje interior: una habitación silenciosa, donde la soledad ocupa cada rincón y los recuerdos sin rostro se esconden detrás de los vidrios.
No hay espejos deformantes ni refractantes, simplemente máscaras que ocultan los verdaderos aspectos del alma; las heridas que no cicatrizan a pesar del transcurrir de la vida, que el director se encarga de enfatizar a través de los cambios de estación y de difusos flashbacks que rompen cualquier cronología. Algunas reminiscencias al cine de Alexander Sokurov revolotean por los interiores del film de Fontán, quien esta vez realizó un trabajo soberbio sobre la luz natural gracias al aporte inmensurable del director de fotografía Diego Poleri. Cabe destacar además el compromiso de los actores que, con una gran entrega, logran transmitir emociones contenidas sin el habitual vicio de la sobreactuación tan común para este tipo de propuestas.
Si hay algo que caracteriza a esta película intimista y de una belleza singular, donde nuevamente la naturaleza gana un protagonismo central, es la economía de recursos para expresar lo que a veces resulta inexpresable: el dolor y la pérdida.