El último reservorio de un arte perdido
El director de Policeman narra la historia de la obsesión de una maestra de jardín de infantes por un chico de 5 años que posee un gran talento para la poesía. El film se convierte en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosa el estado de una sociedad.
La maestra de jardín, segundo largometraje del israelí Navad Lapid (Policeman) y ganador del premio al Mejor Director en el último Bafici, demuestra ser la obra de un cineasta consumado, de enorme potencia creativa y gran originalidad. Ello se debe, en gran medida, a una aparente transparencia narrativa que esconde varias capas de sentido, y a una misteriosa forma de abordar cuestiones profundas y complejas con aparente facilidad. La historia es la del interés y posterior obsesión de una maestra de jardín de infantes por Yoav, un chico de 5 años que, contra cualquier lógica en su desarrollo intelectual, posee un enorme talento para la poesía, aunque éste apenas si es consciente de sus aptitudes (los poemas surgen de su mente en un estado de semiconciencia, casi en trance). Si el padre del chico genio sólo puede ver en esas habilidades una debilidad futura y su nanny se apropia de esos versos como trampolín para su carrera como actriz, la maestra cree encontrar en el joven alumno el último reservorio de un arte perdido, casi atávico, definitivamente incomprendido en el mundo contemporáneo.Pero La maestra de jardín no se detiene allí, como podría hacerlo un film de Hollywood: la poesía del chico parece despertar otros anhelos que permanecían dormidos en la mujer y el derrotero que la lleva del genuino interés al deseo de posesión absoluto transforma al film en un viaje perturbador que describe de manera indirecta pero poderosísima el estado de una sociedad (la israelí) y, por extensión, el de otras sociedades. En el personaje de Nari, una maestra de kinder de larga trayectoria, casada y con dos hijos –uno de ellos a punto de terminar el servicio militar obligatorio–, el realizador encuentra un reservorio donde ubicar la latencia de la perversión y la corrupción, más allá de las buenas o neutrales intenciones originales. La apariencia de normalidad que recubre las acciones de la mujer –su trabajo, la relación con su marido, el interés por la poesía– comienzan de manera paulatina a transformar su condición, a oscurecerse.El guión del propio Nadav Lapid construye al personaje de manera tal que el espectador, en los minutos iniciales, no puede dejar de identificarse con ella. Y lo seguirá haciendo, a medida que el contacto con algunos familiares de Yoav –su padre, un nuevo rico poco interesado en las aptitudes artísticas de su hijo; su tío, quien pudo haber sido poeta, presentado como alguien vencido y marcado por el cinismo– permiten imaginar que el rol de Nari puede devenir en algo mucho más importante que el de simple maestra jardinera. La estrategia formal de Lapid es ejemplar: la cámara es, alternativamente, invisible y absolutamente evidente en su presencia física, al punto de ser “golpeada” en varias ocasiones por algún personaje, como si se tratara de un simple error de rodaje (sugestivamente, nunca por Nari). El relato va adquiriendo gradualmente el tono de la fábula, reconvirtiendo el realismo psicológico con el cual seguirá –a pesar de ello– coqueteando durante todo el metraje.Y es precisamente en el gigantesco fuera de campo con el que trabaja el film –la situación de Israel como Estado, su gobierno, sus políticas– donde la narración adquiere una porción ingente de su potencia. En la fiesta de los soldados antes de la despedida, en el paisaje idílico del resort durante los últimos minutos antes del desenlace, en el baile liberador pero algo tortuoso de la protagonista el film presenta diversas máscaras que ocultan aquello que no deja de estar presente pero nunca se nombra. Lejos de la tibieza o el discurso desapasionado sobre una relación progresivamente cruel, mucho menos de la alegoría obvia, La maestra de jardín sedimenta y crece en la memoria horas, días después de la proyección.