La otra película israelí que se presentó en la competencia internacional del último BAFICI no podría ser más distinta que Ben Zaken. Allí donde aquel film todo es gris y en tono bajo, aquí Lapid propone una historia más intensa, política y en algún sentido cruenta. No tanto por la trama en sí sino por la manera en la que la pone en escena.
Se trata de la historia de una maestra de jardín de infantes que descubre que uno de los niños que cuida es un sorprendente poeta. El chico tiene cinco años y parece incapaz de escribir grandes poesías, pero de una forma que se ubica entre lo milagroso y lo genio-autista, Yoav dice “tengo un poema”, empieza a caminar y, como poseído, recita/crea poesías bellísimas. Están los que se aprovechan de este talento –como la propia profesora, que las anota y las hace pasar por propias– y a los que le importan poco y nada: el padre de la criatura y, en cierto sentido, a la sociedad en general.
Esta pintura algo cruel de ignorantes, pretenciosos, trepadores y nuevos ricos intenta reflejar un momento cultural en ese país –y quizás en el mundo– en el que la belleza, la inocencia y la pureza de la poesía de este niño no tiene lugar alguno. Y hasta los que dicen reconocerla terminan traicionándola.
Lapid es un cineasta de gestos estridentes (muchos de ellos son notorios en el inusual y poco académico uso de la cámara), personajes y enfrentamientos potentes, a veces generando situaciones tensas que no se caracterizan por su sutileza, pero sí por su energía y virulencia. Desde la puesta en escena enrarecida hasta el muestreo social, étnico y cultural que hace de la población israelí, es obvio que Lapid tiene una visión tenebrosa de las zonas hacia las que se encamina su país y su segunda película lo deja en claro.