Segunda película de Lapid, confirmación de que es uno de los mejores cineastas del presente
La sensibilidad de los hombres. ¿A quién puede interesarle? Menos todavía la poesía, una actividad improductiva por excelencia, desatinada forma de expresión frente al imperativo pragmático que se apodera del mundo. “Ser un poeta en nuestro mundo es oponerse a la naturaleza del mundo”, dice un personaje en La maestra de jardín.
Pero lo que importa aquí no es sólo el clamor universal de ese enfrentamiento imaginario, sino la singularidad del mundo en el que se enuncia ese parte de guerra. La contienda entre los signos poéticos y los discursos productivos tiene aquí un marco simbólico específico: la cultura israelí. La pregunta es entonces: ¿qué significa ser sensible en un país como Israel? En una nación signada por su esteticismo castrense y una teología ubicua, la militancia por la poesía o la existencia de un poeta no puede ser otra cosa que una anomalía. Están son las coordenadas simbólicas de la magnífica segunda película de Nadav Lapid.
En el centro del relato están dos personajes: un niño de cinco años llamado Yoav, que vive con su padre adinerado, y Nira, una maestra jardinera de clase media. El primero es un poeta precoz, tal vez un genio de la rima. ¿De dónde provienen sus versos? La lucidez es manifiesta y el estilo literario poco tiene que ver con un posible naturalismo descriptivo adecuado a la infancia. La abstracción de los poemas es contundente, no menos que el método de “escritura”: Yoav camina de un lado a otro y dicta sus rimas. Primero anuncia: “Tengo un poema”, luego su niñera y después su maestra transcriben. La conducta remite a la de un niño autista, la precocidad literaria a la de un Mozart de la palabra. Si los versos suenan ontológicamente inverosímiles, hay que decir que pertenecen al propio director y que fueron escritos por él entre sus 5 y 7 años. Un verdadero misterio.
Por su parte, Nira está casada con un ingeniero, tiene dos hijos mayores (uno en el ejército, otro en la escuela secundaria) y en su tiempo libre asiste a un taller literario y escribe poesía. La obsesión que desarrollará por el niño poeta resulta comprensible. Deslumbramiento no exento de envidia, que, cuando la docente lleve adelante un acto extremo que puede ser leído de modos diversos, lucirá superficialmente como patología. En la indeterminación del punto de vista de ese personaje reside en parte la fuerza crítica del filme.
Lapid es un cineasta virtuoso: los planos secuencia con los que sigue a sus personajes, las originales subjetivas que remiten a la mirada del niño o la maestra, la elegancia tan peculiar en el uso del primer plano para pasar cada tanto de una escena a otra, el trabajo preciso con sus intérpretes y la utilización justa de temas musicales en ciertas escenas poco tiene de pomposidad estilística. Un cineasta necesita componer su mundo y sus obsesiones.
El microfascismo y la violencia concomitante y comedida en el seno de la identidad israelí es lo que le interesa a Lapid. La ausencia de palestinos, tanto en Policeman como en La maestra de jardín, constituye un fuera de campo consciente y recargado, y aquí alcanza una intensidad simbólica cuando la maestra le enseña al niño a distinguir entre judíos asquenazíes y sefaradíes. Ese fascismo estructural aunque difuso también se personaliza en la figura del padre del niño y su ejercicio obsceno de poder frente a sus empleados. Su riqueza es una filosofía generalizada y de un par de generaciones, consustancial al reconocible hedonismo que sobrevuela en ciertas ocasiones.
En la protección casi delirante de un niño poeta, La maestra de jardín visualiza un acto de rebeldía mínimo frente a una sociedad cerrada en sus propias certezas y configurada en sus permanentes exclusiones. Los poetas son como los palestinos, imperceptibles, ciudadanos del infortunio y la insignificancia.