La buena intención
Bárbara (Ailén Guerrero) tiene diez años, va a una escuela pública y es la primera voz del coro. Los ensayos parecen ponerla nerviosa y mucho más la inminencia del acto en el que deberá lucirse con su agradable voz. Al menos eso es lo que supone la maestra que nota algo dispersa a la niña. Cuando Bárbara comienza a orinarse en clase es que se decide llevarla ante la piscopedagoga de la escuela.
Ernesto (Alberto de Mendoza) es el abuelo de la niña y padre de su mamá Laura (Analía Couceyro), quien está de novia con Rodolfo (Carlos Belloso). Todos conviven en la casa de Ernesto, dueño de una tienda de libros usados y amante de la música clásica.
Esta obra tiene la fortuna de contar con una maravillosa actriz como es la pequeña Ailén Guerrero, toda una revelación, capaz de resolver una escena con una mueca, un gesto. La secuencia que Guerrero juega con Norman Briski es sin dudas lo más logrado de un filme lleno de buenas intenciones.
Alberto de Mendoza ofrece su estampa, fuerte presencia con la se adueña de cada escena aunque por momentos su registro desentone con el resto. Es destacable la labor de Belloso, contenido como testigo de algo que sospecha y no logra asir del todo.
El filme cuenta con una notable dirección artística, desde la fotografía hasta la puesta en escena. ¿Cuál es la mala verdad? Eso deberá dilucidarlo el espectador que recibe desde la pantalla algunos mensajes confusos, poco claros. El tema del abuso está presente pero el director decide no ir más allá. Se pasa de sutileza, al punto de dejar la sensación de una oportunidad perdida. Abre varios flancos que luego no puede cerrar adecuadamente y eso es una pena porque tenía en sus manos una cantidad de recursos verdaderamente encomiables.