Negarse a ver
La decisión del director de manejar el fuera de campo para contar lo no mostrable es de agradecer.
Hay palabras que pueden solas, que no necesitan compañía. Hay sustantivos que no requieren de adjetivos que los califiquen, que son sin más. Verdad es una de esas palabras. Se completa por sí sola. No es verdadera ni buena ni mala. Es. Verdad. Algo de este uso o abuso sintáctico sobrevuela a la película de Miguel Angel Rocca. A veces logra eludir la sobreabundancia pero a veces prefiere completar la frase.
En la casa de Bárbara (Guerrero), -una niña de 10 años-, hay demasiados silencios, mucha oscuridad y un miedo paralizante que impide ver. Bárbara tiene una madre (Couceyro) retraída y culposa, con arranques de violencia mal dirigida y una nueva pareja (Belloso), un hombre pusilánime, desocupado y que arrastra deudas de juego y un abuelo (de Mendoza), culto, elegante y autoritario, sostén económico de la familia, que ejerce un poder siniestro sobre los demás. Entre las cuatro paredes de la casa se tejen estas relaciones familiares maliciosas y en la habitación del primer piso el abuso cotidiano parece volverse físico y sexual. La intervención de la psicopedagoga del colegio (Solda), alertada por la maestra de la pequeña ante algunos cambios de conducta, servirá para empezar a quitar la venda de los ojos, que igual no caerá del todo porque bien sabemos que nadie ve lo que no quiere ver.
La acertada decisión del director de manejar el fuera de campo para contar lo no mostrable es de agradecer, porque ante semejante tema equivocarse es una operación voyeuristica indefendible. Menos siempre es más y en este caso se apuesta por la sutileza. El gabinete psicológico donde se “hace la luz” (la escena del primer encuentro entre Bárbara y Sara es ejemplar a este respecto) y la mirada infantil que en la búsqueda por escapar del Mal procura echarse a la aventura del viaje transoceánico, desde el juego, la amistad y los sueños, aportan una bocanada de aire en un mundo que se construye siempre claustrofóbico y viciado (la casa, el negocio de libros, la escuela).
Pero también en algunos momentos se tiende a buscar el adjetivo calificativo como decíamos en un comienzo: ciertas vueltas forzadas desde el guión (el viaje a casa del tío abuelo -Briski-) o inverosimilitudes desde la construcción de los personajes (las reacciones y respuestas de un profesionalismo dudoso u objetable por parte de la licenciada), actuaciones de registros diferentes que no siempre consiguen calzar productivamente (lo teatral de Couceyro con la vieja escuela de un de Mendoza) o cierto soporte musical que busca y provoca el efecto, se aúnan para que La mala verdad no termine de expandirse cinematográficamente mucho más allá de sus buenas y nobles intenciones.