Ciegos, sordos, mudos
En La mala verdad (2010), el realizador Miguel Ángel Rocca toca un tema escabroso como lo es el abuso y la violencia infantil pero trazando –consciente o inconscientemente- un paralelismo con lo que fue la última dictadura militar argentina, cuando muchas veces, por los motivos que fuesen, se hacían oídos sordos a lo que pasaba por delante de nuestros propios ojos sin querer enfrentarse a la verdad.
Bárbara es una niña de diez años que vive con su madre en la casa de su abuelo, un patriarca que ejerce su autoridad a rajatablas. Sara, la psicóloga de la escuela –extraordinario trabajo de Malena Solda- descubre que Bárbara podría ser víctima de un caso de pedofilia. Lo que comienza como una hipótesis ante el cambio de conducta de la niña se irá convirtiendo en certeza. Sin poder probarlo, Sara, utiliza todos los medios que tiene a su alcance para llegar a la verdad. Aunque por comodidad, bienestar, o porque muchas veces es menos doloroso negar que enfrentar el dolor, todos prefieran seguir viviendo inmersos en la gran mentira.
La historia planteada sobre el abuso infantil también funciona como una alegoría del último proceso militar que gobernó la Argentina durante la década del 70. Hay un dictador –el abuelo- que ejerce su autoridad sobre toda la familia – o sociedad- a su antojo. Hay victimarios como la madre, un ser negador de lo que ve y que en punto pareciera preferir el bienestar económico por más que el horror pase por su lado y a la que recién se le caerá la venda cuando la verdad se demuestre con hechos. Hay víctimas como Bárbara (¿los torturados?) que es abusada física y psicológicamente y cuya única salida resulta ser el escape (el exilio). La escuela funcionará como el factor social del no te metas, y habrá dos personajes buscadores de la verdad. Uno la psicóloga y otro el padrastro en la piel de Carlos Belloso. Un ser sumiso que nunca sabremos muy bien para qué lado juega. Esta hipótesis de lectura del film siempre está en un segundo plano y no tiene porqué ser explicita, simplemente puede leerse entrelineas.
El crescendo dramático y la utilización del fuera de campo son dos ejes fundamentales en la construcción de La mala verdad. La historia irá tomando color a medida que los minutos avancen y no precisamente por lo que muestra sino por lo que no se ve. Hay que destacar que la ambigüedad es el motor de la historia. Tal como le sucede a muchos de los personajes el conflicto nunca será explicito. Es decir que no quedará nada en claro, siendo solo suposiciones sobre lo que no se ve pero se escucha, sobre los silencios, los gestos, los movimientos de manos o la forma de actuar en la situaciones de acorralamiento. La escena de violencia entre la psicóloga y el abuelo serán determinantes para descubrir la verdad. Sin confesión habrá confesión.
Si bien por momentos hay cierto abuso de la banda sonora para subrayar situaciones innecesarias de remarcar, ya que las imágenes hablan por sí solas. La mala verdad es una película lograda no sólo desde lo narrativo sino también desde lo técnico. La fotografía y el arte generadores de opresión y angustia son dos elementos dignos de destacar como así también el trabajo actoral, no solo de consagrados como Malena Solda, Norman Briski, Analía Couceyro o Alberto de Mendoza en su regreso a la pantalla grande, sino también de los niños Ailén Guerrero y Conrado Valenzuela.
Por tratarse de un tema duro y difícil La mala verdad no abusa del golpe bajo, algo que muchas veces se vuelve recurrente a la hora de buscar complicidad con el espectador. Siendo este un aspecto fundamental a la hora de tratar un tema tan duro con seriedad y sin caer en el amarillismo. Una película para ver con los bien ojos bien abiertos y generar un debate, sobre todo en épocas donde este tema pareciera ser moneda corriente.