No hay peor ciego…
En un film donde prevalece el silencio no por falta de diálogos sino como parte de un mecanismo de protección y a la vez ocultamiento de verdades duras, la música omnipresente ayuda a construir una trama que se sumerge a fuerza de sutileza y metáforas en el profundo dolor de la protagonista: una niña llamada Bárbara (Ailén Guerrero) que en el colegio comienza a manifestar conductas llamativas que transparentan algún conflicto familiar del que no puede comunicar más que indicios por sus dibujos o respuestas esquivas cuando alguien intenta entender qué le pasa.
Quizás, el único que comprende su necesidad de huir es su amigo Matías (Conrado Valenzuela), quien no puede ocultar su enamoramiento y hará lo posible por cumplir el sueño de fuga en balsa hacia una isla donde nadie la lastime y pueda terminar su niñez con felicidad.
La familia de Bárbara está compuesta por Ernesto (Alberto de Mendoza, soberbia despedida de este actor con mayúsculas), su abuelo, con quien vive junto a su madre Laura (Analía Couceyro) desde muy pequeña y a la que últimamente se sumó Rodolfo (Carlos Belloso), pareja de la madre, un hombre introvertido que ayuda a Laura en la librería donde prácticamente ella pasa todo el tiempo recluida y eso le impide hacerse cargo de su hija.
Sin embargo, el que maneja la dinámica familiar y manda en el hogar no es otro que Ernesto, cuya predilección por su nieta es más que transparente aunque hay otra cara menos visible y oscura del abuelo tierno que también lo conecta con la silente Bárbara. Ernesto se desenvuelve en un entorno manipulable porque cuenta con el poder económico para silenciar a todos aquellos que saben su secreto, cómplices por omisión que no actúan y dejan que la frágil niña se desarme y sangre simbólicamente hablando.
Desarma y sangra es precisamente la canción de Serú Girán que se irá armando en el film y donde la protagonista lleva la voz principal para contar desde la letra su historia que nadie quiere escuchar salvo la atenta psicopedagoga del colegio (Malena Solda), que debe someterse a la sordera institucional de un rector cobarde (Mario Alarcón) o a las amenazas sutiles del abuelo Ernesto para que Bárbara vuelva a quedar desprotegida.
Con todos esos elementos dramáticos en la mesa, el realizador Miguel Ángel Rocca (Arizona sur) coescribió junto a Maximiliano González una historia de secretos y mentiras definiendo aquellos roles que son portadores de la verdad y los que son emergentes de la mentira, valiéndose de una sutileza fina y poco frecuente en el cine argentino cuando se intenta abordar temáticas con mala prensa por considerarlas tabú o factibles de golpes bajos.
El mérito mayor de La mala verdad es justamente no decir ni mostrar nada respecto a esos secretos condicionantes para que el relato encuentre su cauce en las atmósferas; en los prolongados silencios; en el juego de las miradas con los desvíos, para no enfrentarse con aquella realidad que se va refractando como el reflejo deformante de un espejo en el que cada uno se mira como desea y no como realmente es.
Gran parte de esos logros son producto de un director que sabe dirigir actores y por eso Alberto de Mendoza puede quedarse tranquilo y decir hasta siempre en una memorable performance.