El furor del cine de terror hoy por el subgénero de las casas embrujadas, gracias al rendimiento económico de esa fábrica de chorizos cinematográficos conocida como la serie Amityville, permitió la adaptación de una de las historias reales más atractivas relacionadas con el tema. La mansión Winchester, punto turístico a menos de una hora de San Francisco, está considerada como uno de los lugares más embrujados de los Estados Unidos. Allí vivió a fines del siglo XIX y principios del XX Sarah Winchester, viuda del fundador de la famosa compañía de armas, que terminó convencida de que su hogar estaba maldito por los espíritus de todo aquel muerto con un rifle de su empresa. Tras la muerte de su marido y su hija, Sarah decidió construir 160 piezas, una para que habite cada uno de esos fantasmas, hasta el día de su muerte.
Los hermanos gemelos germano-australianos Michael y Peter Spierig (Jigsaw: el juego continúa y Vampiros del día) adaptan la historia a los días en que Sarah, aquí en la piel de la siempre sobria Helen Mirren, fue cuestionada por los accionistas de la compañía, que querían apartarla por su comportamiento errático. Así es que, por esas vueltas del guión, un médico con problemas de adicciones termina encerrado en la mansión victoriana con la todavía enlutada dueña, su también viuda sobrina y su hijo, el pequeño Henry, que tiene una afición a deambular sonámbulo, con la cabeza cubierta por una bolsa, poseído por alguno de los espíritus.
Cada protagonista carga su cruz relacionada con los fusiles de la compañía, que los cineastas aprovechan para una todavía más pesada dimensión política sobre el control de armas, otro signo de esta época potenciado por la oscarización de Huye, la película de terror con mensaje de moda en estos días. Entre tanta tendencia, los gemelos Spierig explotan la alegoría anti-armamentista para desentenderse de la narración y terminan perdidos en los pasillos de una mansión a la que jamás le encontraron la salida.