Otra vez la formulita
Ya nos hemos preguntado acá si James Wan era lo peor que le pudo pasar al terror estadounidense y, por añadidura (o colonialismo cultural), al cine de horror en general. Y la pregunta se sigue contestando con sus producciones. Conservador fue siempre, y no hablamos de su ideología aunque ya sabemos de qué van Saw (El Juego del Miedo, 2004) y Death Sentence (Sentencia de Muerte, 2007), sus mejores películas y a la vez las más reaccionarias, sino de su conservadurismo con relación a la puesta en escena. Lo demostró sobre todo en la segunda parte de El Conjuro en el año 2013 y en sus incursiones como productor, en tanto nexo con cineastas jóvenes a los que les saca el alma y a cambio les da los mejores jump scares del mercado.
Las producciones de Wan son seriales genéricos e indiferenciables. Y no estamos en contra del laburo del artesano ni pedimos autoría, arte o las mil boludeces que piden algunos críticos y espectadores “serios”. También es entendible que el horror norteamericano es una industria y que quieran facturar; lo mismo quería Corman y casi todos los tipos del cine de explotación que bancamos. Pero pedimos al menos un buen par de cojones. Gente detrás de la película que nos pueda revolver un mínimo el estómago, que logre conmovernos; que nos cuente una historia tétrica alrededor de un fuego, sin más artilugios que la historia misma. Porque la formulita de Wan ya nos cansó hace rato. Y esa formulita responde a lo que ya dijimos cien veces: la mejor técnica de la industria pero sin una historia (una generación de suspense) que la sostenga. Películas organizadas alrededor del efectismo, tal como lo hacía The Woman in Black (La Dama de Negro, 2012) pero mal, porque acá ni se generan los climas que lograba aquella.
Retomando lo de las historias alrededor del fuego, esta vez la historia encajaba justo para eso porque el relato que nos ocupa se basa en la leyenda de La Llorona, mito de la tradición oral latinoamericana, conocido de Argentina a México, sobre el alma en pena de una madre que mató a sus hijos y con sus llantos y apariciones nocturnas maldice pobladores generalmente rurales. Pero lo referido al mito se narra sólo en la introducción, después estamos ante una nueva y también soporífera monja de Wan. Por breves momentos podríamos pensar que hay algo de El Exorcista (The Exorcist, 1973) de Friedkin, sobre todo lo superficial (la madre, la hija, el cura, el ritual, etc.) y de otras buenas películas acerca de los problemas de la maternidad en solitario como The Babadook (2014); incluso podríamos pensar en los conflictos que puede generar la intromisión del Estado en los asuntos familiares y el prejuicio aún presente de cómo debe actuar una madre con sus hijos. Pero cualquier tipo de complejidad de la trama se aborta en pos del efectismo y la formulita conocida. Wan se armó su fábrica del horror basada en la dinámica marketinera del cine de superhéroes: a él le rinde, a nosotros no.