EL RUIDO Y LA FURIA
No hace falta esperar a diciembre. La maldición de La Llorona es la película más ruidosa del año. Unidimensional en su capacidad por aterrar al espectador, el film solo tiene un arma y la usa indiscriminadamente: cuando el ente malvado (una mujer mexicana del siglo XVII que ahogó a sus propios hijos y aún continúa con la tradición innoble de perseguir niños) se acerca a cámara y grita, el volumen estalla en la sala. Imaginen al realizador Michael Chaves, en la oscuridad interrumpida por los monitores de la posproducción, ordenándole al montajista que aplique el ruido con la mayor furia posible. Una actitud tiránica, ¿no te parece? El alarido monstruoso es menos traumático para los protagonistas que para el público: rogamos una tregua antes del próximo ataque.
La maldición de La Llorona es además una experiencia irritante. Chaves ni siquiera parece confiar en la leyenda que toca contar. A diferencia de un buen cuento de fantasmas, en el que el clima es más importante que el susto, en el que la cámara no necesita encontrar al monstruo escondido en la oscuridad para generar miedo (¿se acuerdan del comienzo de La niebla, de John Carpenter?), el realizador no cree en la figura espectral de turno. En vez de esconderla hasta el tercer acto, Chaves se pone ansioso y muestra a su espectro a los 15 minutos. El misterio queda desempolvado: ¿era esto? La Llorona es una versión aguada del espectro de La monja: una cara pálida, unos ojos amarillentos y dientes perfectos pero grises.
El relato es, a su vez, mecánico y previsible: tras una escena explicativa vienen las secuencias de terror. Y ni siquiera Chaves consigue generar algo más o menos ingenioso. Pretende ser como su maestro James Wan (quien ha puesto la vara bien alta sin considerar los Salieris decadentes que copiarían su estilo) pero es apenas un mal alumno.
En esta descomposición visual de la imagen, el juego es prohibido. La maldición de La Llorona es una película extremadamente severa que, como un padre castigador, impide la diversión. No hay elementos en la puesta en escena que se usen con un tono lúdico (así es también el humor, aburrido e inapetente) y cuando Chaves pretende ser poético es para peor. En una secuencia, por ejemplo, la protagonista (trabajadora social con dos hijos perseguida por La Llorona) habla con un cura en la iglesia. La cámara muestra –dos veces– la forma en que la luz del día atraviesa una puerta y forma una cruz invertida. En este film, no hay interés por los personajes (tan espectros como el villano a derrotar) ni por el misticismo alrededor de las leyendas ancestrales.
La maldición de La Llorona ni siquiera nos obliga a rememorar esa época en la que las películas se interesaban por construir una atmósfera, nos obliga a recordar que en un momento los directores al menos se interesaban en cuidar a su audiencia.