No es que sea una obligación, ni un compromiso tomado de antemano con el editor ni nada de eso pero se siente como un deber casi moral el de contar un poco lo que pasa aquí con esta interminable seguidilla de películas sobre fantasmitas que andan sin ganas de morirse de una vez. Hace veinte años empezó todo esto y aquí estamos: de vuelta al principio para contar todo de nuevo como si no hubiese pasado nada o como si al público lo tratasen de idiota, o las dos cosas a la vez.
Allá por el año en el que supuestamente íbamos a estar unidos o dominados, un director de cine japonés que se llama Takashi Shimizu encontró su gallina de los huevos de oro al salir con una producción que se llamaba Ju-on, basada en un par de cortometrajes de su propia autoría del año 1999. ¿Qué era? Una producción en formato episódico o viñetas si se quiere que contaba la historia de una familia masacrada por el propio padre, estableciendo así los parámetros de la propuesta. Si alguien muere o es asesinado en estado de ira total, el lugar donde esta alma en pena habitaba quedará maldito y se cobrará como víctima a cualquiera que ose entrar ahí. Fue un éxito total por la originalidad, la economía de recursos y sobre todo porque de verdad asustaba este terror urbano japonés que ya había originado otros productos de éxito. Claro, hizo otra en 2000 con más plata. Luego la secuela en 2002 y otra en 2003. Por si no se acuerda, es la de estos fantasmas de cuerpos con mucho maquillaje blanco, pelo muy negro tapando un poco la cara y que como particular forma de presentarse emiten un sonido gutural mezcla de eructo con puerta de madera sin WD40
En Estados unidos la rompió en la taquilla así que pronto llamaron al nipón para que haga la remake de su propio trabajo así el público norteamericano (que no lee subtítulos a pesar de lo que pasó con el Oscar este año) podía “entenderla”. Para 2009 ya estaban: los dos cortometrajes, las cuatro japonesas y las tres norteamericanas. ¿Les alcanzó? Que va. Ese mismo año se estrenan dos más (mismo argumento y forma pero con familias distintas). Es decir dos remakes de lo ya visto antes. Vaya contando eh?
2014. Al señor Shimizu (también conocido como ladri di bicicleti) se le acabó la guita y volvió a dirigir otra más. Se llamaba: Ju-on: el principio del fin. Contaba todo otra vez pero con más plata para los efectos especiales, catering, etc. Esta tuvo su continuación en 2015 Ju-on: la maldición final. Final es una forma de decir porque al año siguiente el director decidió producir un híbrido entre esta maldición y la de aquella otra dirigida por Hideo Nakata (que tiene una historia de remakes muy similar), o sea la del fantasmita del aljibe que salía del televisor siete días después de ver un video horrible.
Hasta acá la historia. Se suponía que en esa última estafa cinematográfica las maldiciones debían destruirse entre sí. Por el contrario, se potenciaron. Así que esta semana se estrena, proveniente de la sucursal norteamericana de la franquicia, sin eufemismos ni anestesia: La maldición renace.
Curioso título local porque ¿cómo puede “renacer” algo que nunca murió? pero no estamos de humor para la semántica en este momento. Peor es el título original que se llama igual que el título original, o sea The grudge, así a secas.
Como si fuesen pocos veinte años de lo mismo esta remake de remake de remake está narrada en tres tiempos distintos. La señora Landers (Tara Westwood) sale de una casa en una ciudad de Japón, no la pudo vender y se quiere ir porque pasan cosas raras a juzgar por bultos que se mueven en una bolsa de basura. Si, se le pegó la famosa maldición y ahora de vuelta en casa en Estados Unidos se trajo su Coronavirus propio porque la familia termina hecha crema. De ahí al presente. La detective Muldoon (Andrea Riseborough), viuda y con un hijo, entra a su nuevo puesto en el destacamento policial y conoce a su nuevo partenaire (Demian Bichir) quien está reticente a que la novata profundice la investigación sobre una mujer en estado de putrefacción hallada en un auto a la vera de una ruta interna. En la comisaría le dicen que no joda con los archivos de Goodman, que ese caso se cerró y que su antiguo compañero se volvió loco y veía cosas raras. Tarde, porque de motu proprio ella ya había entrado en la casa maldita y conocido a la señora Matheson (Lin Shaye ), amable pero con faltante de dedos en una mano y un marido literalmente pudriéndose en el sillón con la tele prendida. Sigue investigando y así se encuentra con la historia catastral de la casa que fue vendida a los Lancers en 2004 y luego a esta pareja de ancianos en 2006.
El tratamiento narrativo será un montaje tipo fliper entre los dos pasados y el presente, no sólo mal contado y confuso, sino innecesario para entender el argumento. Nada de lo contado en el pasado aporta en rigor. Podría estar narrado en off, da igual. Por supuesto que en medio de cada secuencia en donde vemos lo que surge de la imaginación de Muldoon producto de su investigación y los flashbacks (de alguna manera hay que llamar a eso que hace el director), habrá una buena dosis de exabruptos sonoros que supuestamente deberían asustar, varios errores de continuidad como para darse una panzada y diálogos cuya obviedad e insustancialidad aumentarán el sopor.
Un párrafo aparte para el único momento de regocijo dedicado a los fanáticos del género. La escena entre Jackie Weaver y Lin Shaye es deliciosa. Dos actrices emblemáticas del cine de terror que ya merecen largamente el aplauso de pie. Ellas dos construyen con sus miradas, sus sonrisas ambiguas y sus tonos de voz, todo lo que el equipo entero de esta producción fue incapaz de generar: tensión, incertidumbre, dualidad de estado de los personajes, en fin.
A estas dos geniales actrices La maldición renace les queda chiquita como escarpines. El resto del elenco cumple hasta ahí. Hacen lo que pueden con un libreto que no se molesta en construir sus personajes. En especial el de Demian Bichir que se confía demasiado en su phisyque du rol y termina siendo una caricatura del policía depresivo y sórdido.
A veces llueve, en otra toma no, luego hay sol, todo transcurre en pocos días pero pasan todas las estaciones del año y así por el estilo. La suma de incoherencias en el producto final tiene como responsable al casi novato Nicolas Pesce, joven que jamás logra mantener el relato en tensión merced a un mal manejo de ritmo de transiciones y una llamativa pobreza de ideas para resolver los momentos de clímax. Dicen que veinte años no es nada. Mentira. Es una eternidad.