Todos tenemos un lugar donde volver
Cuando en un descanso del trabajo para el que ha sido tomado prisionero, Pilo Molinet se sienta a ver el Sinfín junto a Jiva, -el Pandabas que recién ha conocido también en cautiverio-, y le pregunta a este sobre el lugar al que pertenece y le cuenta sobre su casa y sus vecinos, uno como espectador comprende varias cosas: que ya ha sido atrapado en la historia y el mundo construido por un guión escrito con inteligencia y sin subestimar al espectador; que la técnica (la forma y los procedimientos) y la narración (el contenido y el género) se han aunado en una historia universal que no deja de lado nuestra particularidad (sin por ello recurrir a referencias nacionales ni mucho menos coyunturales); que Miyazaki y Pixar consiguieron el mejor homenaje argentino; y que, además de entretenidos, estamos interesados en saber qué va a pasar con -a partir de este momento-, nuestros nuevos “amigos” que ya se han ganado nuestros corazones.
Los Molinet tienen una relación antiquísima con las estrellas y los Pandabas, algo los une en la misión de cuidar que las estrellas alumbren los cielos del Sinfín desde aquella primera vez que derrotaron la oscuridad que los Lincanes pretendían imponer sobre todos aprovechando así, también económicamente, ese dominio maligno. Los Molinet son considerados algo extravagantes por los restantes habitantes con los que comparten ese mundo exterior, un poquitín locos si se quiere, algo desmarcados y diferentes, con esas raras historias en las que se autodenominan reparadores y cuidadores de la máquina que hace estrellas, cuando nadie se pregunta nunca cómo es que las estrellas iluminan todas las noches. Cuando nadie se pregunta demasiado por nada.
Pilo es un pequeño inquieto y curioso que se divierte jugando con su amiga Niza, haciendo algunas travesuras que inquietan a su madre, que cree profundamente en los “cuentos” de su abuelo y que ha perdido a su padre en un viaje del cual nunca regresó, pero aún lo espera. El destino -tras el cual su padre se ha ido intentado adelantarse a él- le deparará una aventura que lo llevará a recorrer el consabido camino del héroe para crecer y madurar (aprendiendo del sacrificio), recuperar lo perdido y conocer nuevos amigos. Un destino que Pilo acepta y hace suyo, menos como quien se entrega a lo ya escrito que como quien se apropia de lo que le pertenece.
Y es en ese camino donde hallará a Asura (una especie de niño malcriado, último heredero de la raza Lincan) como el oponente a vencer. También aparecerán el Autómata 19, -que funciona como el comic relief con sus parlamentos y su gracia, mezcla extraña de un retrofuturismo original-, y Jiva, el Pandabas, con una textura gomosa que nos convoca al abrazo permanente y que a pesar de su idioma ininteligible se hace entender y será un actor fundamental para la resolución de la trama.
La encantadora ópera prima de Esteban Echeverría es la primera película de animación argentina realizada en estereoscopía. Y el 3D se despliega con funcionalidad narrativa. Si bien hay algunos pasajes donde algunos problemas con el color y la luz se observan para un ojo avezado o el desenlace parece precipitarse velozmente, el salto cualitativo que significa este film en lo que a técnica y narración se refiere, nos permite exigir partir de este piso para próximos productos cinematográficos. Pocas veces (por no decir nunca) hemos visto, por ejemplo, cielos tan luminosamente estrellados o tenebrosamente rojizos y anaranjados cuando todo parece perdido. O creer que lo que estamos viendo se mueve con naturalidad delante de nuestros ojos. Y a la animación hay que agregarle un trabajo con la banda sonora y la música (esos aires tangueados que aporta el bandoneón musicalizando el espacio exterior, o la secuencia de 19 y XOE -YPF allá Kubrick-) y el doblaje de las voces, tan precisos como preciosos.
La máquina que hace estrellas marca un antes y un después en el campo de la animación argentina y tiene toda las condiciones para volverse un clásico.