EL ASESINO QUE NO SE CANSA DE TENER ORIGEN
Mucho se ha dicho y escrito sobre la película del recientemente fallecido Tobe Hooper, aquella que lo marcara como un director de género digno de ser apreciado y que posibilitara la realización de Poltergeist, a pesar de los rumores que indican que fue el mismo guionista Steven Spielberg quien finalmente estuvo detrás de las cámaras. Lo cierto es que el clima de genuino espanto y el horror realista logrado en esa película hicieron historia y generaron secuelas de variable calidad.
La masacre de Texas (1974) ni siquiera pertenecía a la categoría de slasher, ya que no era la del típico asesino en solitario dotado de un machete que buscaba adolescentes pecaminosos en un campamento, sino la de una familia de freaks asesinos en los que el exponente más enfermizo era el que portaba una motosierra y luego de matar a sus víctimas con ella, les quitaba los rostros para usarlos de máscara; de ahí su apodo recibido “Leatherface” que también es el título original de la producción que nos ocupa.
La masacre de Texas (2017) se referencia vagamente a la original y descarta a todas sus secuelas, haciendo hincapié en un Jed Sawyer niño que sufre el proceso de transformación en asesino, paso por un manicomio mediante.
En principio la historia parece centrarse en ese establecimiento, en donde los pacientes parecen ser mucho más mortales y peligrosos que la misma familia Sawyer, pero luego cambia el eje y vuelve a convertir la trama en algo distinto al hacer de Jed y sus amigos, un grupo de peculiares fugitivos.
Los dos referentes de mayor peso interpretativo son aportados por Stephen Dorff, veterano del género, y Lily Taylor, que coincide con su colega en las incursiones frecuentes en el cine de terror que perfilaron su carrera. Lo bueno es que no son simples baluartes tomados a modo de excusa sino que componen personajes decisivos en la trama, uno como impulsor del destino del pequeño Jed, y la otra como quien se erige en la madre-mentora del futuro monstruo.
Pero así y todo, los elementos presentados no llegan a formar un cuento digno del inicio de una leyenda. Ni siquiera pasan, por momentos, de una suerte de road movie o película de fuga sangrienta en la que casi ni hay héroes pero cualquiera puede ser víctima. La locura que impulsa a los asesinos parece impostada, sin forma, sin una motivación que lo sustente. También resulta difícil empatizar con los personajes, no porque sean demasiado malos o perversos, sino porque carecen de complejidad o de interés. El tiempo en el que se los presenta en ese loquero es tan escaso que no llegamos a identificarnos por el sufrimiento por el que pasan y que, en cierto modo, podría llegar a hacer que nos surja el deseo genuino de que tengan éxito. Por esa misma razón, por la ausencia de grises, es que la película termina siendo plana, vacía y apenas sostenida por la crudeza visual de ciertas imágenes que no hacen más que decirnos que estamos viendo una más de La masacre de Texas. Pero no alcanza, porque ni siquiera son lo suficientemente imaginativas como para que recordemos los episodios al detalle.
No es que podía esperarse demasiado de La masacre de Texas en su octava entrega pero sin dudas sirve de presagio para esperar que en la próxima década sea probable que no tengamos más intentos de reflotar al personaje o a la historia. Y ya no sé si se trata de algo que creo que sucederá o que deseo, porque preferiría que se utilicen los recursos en algo mucho mejor motorizado que la misma motosierra de Leatherface.