Cuestión de oficio
Es cierto que La mejor oferta repite varios de los mecanismos presentes en las películas sobre fraudes. También es cierto que su guión de relojería puede inquietar con algunos recursos obvios. Sin embargo, funciona. Tal vez, tenga que ver con el oficio del director para sostener una historia de intriga con delicadeza y buen gusto, dos signos que no suelen vender necesariamente en el mercado de las consideraciones críticas.
Tornatore filma bien. Sus cuidadosos encuadres y la elegancia de sus planos se corresponden con la naturaleza distante del protagonista, Virgil Olman (un Geoffrey Rush, por suerte, contenido), agente de subastas y experto en obras de arte que llena su solitaria vida afectiva con rituales y cientos de cuadros colgados con rostros de mujeres. Se sienta frente a ellos, a los cuales ha mirado incansablemente, para que le devuelvan la mirada, para que retribuyan su esfuerzo. El afán por coleccionar se fundamenta en la acumulación, en el éxtasis del consumo (que también es un concepto aplicable a los tipos finos). Para ello, utilizará incluso a un viejo amigo (Donald Sutherland en versión tío Jesse), quien fingirá ser un comprador en las subastas. Su rutina sufrirá un sobresalto cuando reciba el misterioso llamado de una mujer que requerirá sus servicios. El problema es que sufre de agorafobia y vive encerrada en una casa palaciega (“un imperio que se cae”), digna heredera de las mansiones al estilo Sunset Boulevard y Lolita. En ese nuevo mundo que debe circundar el protagonista, la imperiosa necesidad de evitar la soledad lo llevará a resignar sus fobias para ayudar a la mujer a asumir su identidad en el exterior. Por ende, Olman reemplazará paulatinamente el universo de sus cuadros con imágenes de revistas, con el propósito de conferirle materialidad a un cuerpo inerte. No obstante, sumará una obsesión más a su vida: juntar piezas sueltas que encuentra en la casa para reconstruir un autómata del siglo dieciocho. Para tal fin, cuenta con un joven confidente, una especie de cable a tierra que le pondrá sentido común a sus acciones y en quien ve reflejados sus deseos reprimidos. Es sólo un eslabón dentro de una serie de correspondencias simétricas que irán apareciendo: relación vida/obra de arte, historias verdaderas/historias falsas, autenticidad/fraude, engranaje de piezas/engranaje de trama, entre otros espejos conceptuales.
Es interesante el trabajo sobre la figura de la mujer, “pálida como un grabado de Durero”, la cual se devela progresivamente ante Olman como una pintura lo hace frente a la mirada de quien observa, o si se quiere, de la misma forma en que la intriga se resuelve ante los espectadores, delicadamente, sin torpeza ni apuro. Queda claro que el vouyerismo, presente en la película en varios pasajes, se tematiza, no como algo impuesto o forzado, sino integrado a los deseos de los personajes. Hay que espiar, parece decirnos Tornatore, pero fundamentalmente mirar bien, ya que “en cada falsificación se esconde algo auténtico”.