Artificio y ocultamiento
Un solterón coleccionista de retratos de mujeres se obsesiona con una dama agorafóbica y misteriosa, en un film que resulta agradable porque mantiene las pretensiones por debajo de toda grandilocuencia.
Meses atrás, el colega Luciano Monteagudo advertía sobre la propagación del llamado “síndrome de Rush”, trastorno cinematográfico generado por la presencia del actor australiano Geoffrey Rush, cuyas manifestaciones pueden percibirse en películas intolerables (Claroscuro, Ladrona de libros) o no tanto, pero siempre aureoladas de presunto “prestigio artístico” (Elizabeth, El discurso del rey). Pero el síndrome de Rush tiene también su contracara saludable, que se manifiesta cuando esta celebrity se baja del pedestal y se entrega a la más desvergonzada payasada. Es lo que sucede no sólo en la saga Piratas del Caribe, sino también en The Life and Death of Peter Sellers, editada aquí en DVD y donde hacía del hombre que dio vida a Clouseau. En La mejor oferta, Giuseppe Tornatore utiliza el síndrome de Rush en beneficio de la película, redecorando el pedestal para terminar ridiculizándolo.
El propio Tornatore tiene no dos sino incontables caras: el desaforado arrancalágrimas de Cinema Paradiso, el sensiblero moderado de Stanno tutti bene, el resucitador del cinema erotico italiano de Malena, el grandilocuente alla Rush de El pianista sobre el océano, el desfachatado clase-B con pretensiones de La desconocida y así al infinito. Siempre escribiendo el guión de sus películas, el nativo de Sicilia da un paso más en su proyecto de internacionalización filmando en su país, pero en inglés y con elenco enteramente anglo. Rush es Virgil Oldman, un rematador diferente de cualquier otro. Todo un exquisito que frecuenta los mejores restoranes y no se saca los guantes ni para probar un cosecha 1984, Oldman es un connaisseur de las bellas artes, limitado a ese rubro y capaz de reconocer un original de una copia casi con un golpe de ojo. Lo cual no quiere decir que sea trigo del todo limpio. Un amigo (Donald Sutherland, con largo pelo blanco) le hace de cómplice, presentándose en las subastas y comprando, a bajo precio, obras que luego pasan a sus manos.
Ese centenar de invalorables masterpieces, que Oldman guarda en un cuarto-caja fuerte de su tremebunda mansión, tiene un punto en común: son todos retratos de mujeres. Como es de suponer, cuando el majestuoso solterón reciba la convocatoria de una joven de alcurnia, deseosa de desprenderse de los tesoros familiares, terminará arrastrándose ante ella. Mezcla de heroína de novelón romántico del siglo XVIII con histericona de cuidado, Claire Ibbetson (la bonita e impávida Sylvia Hoeks, compatriota de Arjen Robben y Robin Van Persie) padece de una agorafobia machaza, que la lleva a mantenerse encerrada tras una puerta-trampa de su impresionante palazzo medieval. Obviamente, cuanto menos la ve, más se obsesiona el obsesivo con la inalcanzable damisela, derivando la cuestión progresivamente hacia terrenos propios de Vértigo, que incluirán una caída (en la locura y la pérdida).
Tornatore es, desde ya, un Hitchcock de la epidermis, por lo cual se aconseja mantener la película a distancia de aquella súper obra maestra. La gran oferta es previsible en su armado (Claire es demasiado peculiar para ser real), obvia en sus subrayados de sentido (el solterón que sublima su sexualidad en el coleccionismo, la construcción de un autómata como subtexto de pretensiones metafóricas), dispersa (toda la subtrama de estafas de guante blanco) y con el aire infatuado propio del síndrome aludido. Pero por algún motivo logra que sus más de dos horas se hagan agradables y llevaderas, manteniendo siempre las pretensiones por debajo de toda grandilocuencia. Tal vez la clave de su éxito se parezca a la de su heroína, cuyo interés se basa en su evidente y ostentosa combinación de artificio con ocultamiento.