Las apariencias engañan (y el cine también)
Las películas sobre fraudes constituyen un subgénero con muchos seguidores, sobre todo entre los amantes del guión, y del guión con vueltas de tuerca. En ellas, el espectador atento está pendiente de descubrir si a él también lo engañarán, así como los personajes se engañan unos a otros. En el cine argentino, ya es un clásico en ese rubro Nueve reinas, el capolavoro de Fabián Bielinsky, y -dentro del estadounidense- se destaca la filmografía de David Mamet, maestro de guión.
El estafador aquí es un famoso comerciante de arte, con el poco sutil nombre de Virgil Olman (George Rush sobreactúa como siempre, o más), tan exquisito como neurótico, quien evita todo contacto físico y funciona con manos enguantadas aun para comer, siempre solo, en los restaurantes más caros, donde es habitué. Especialista en pintura, eximio tasador y rematador, tiene todo bajo control, y durante su carrera se las ha ingeniado para atesorar una valiosa colección pictórica de retratos femeninos de todas las épocas, que sustrae de sus remates de manera fraudulenta con la intervención de un testaferro (Donald Sutherland). Virgil disfruta de sus cuadros en soledad, cerrado a toda relación afectiva o sentimental hacia otro ser humano. Las mujeres, por lo tanto, sólo en cuadro.
Hasta que aparece una misteriosa y muy joven cliente (Sylvia Hoeks), tan fóbica como él, que enciende su curiosidad y la chispa que parecía extinguida. La muchacha sufre de agorafobia, teme salir de su casa y sólo se relaciona con él para vender los objetos de su inmensa villa (el palacio de esta princesa escondida luce una hermosa producción de arte). Ella llega para encarnar y reemplazar las mujeres de los cuadros. Comienza así una curiosa relación por teléfono y, mientras crece, Olman también se encarga de reconstruir un autómata (más metáforas) con piezas del siglo XVIII, cuyo artesano mujeriego (Jim Sturgess) deviene alter-ego y suerte de consejero matrimonial. Una y otra vez el film vuelve sobre la idea de falsedad y de cómo lo falso puede devenir verdadero. Todo parece gritar para que uno se pregunte dónde reside esa dupla en el film. Este también trata sobre las apariencias que impiden ver la verdad, que siempre estuvo delante de nuestros ojos. Como lo enseña en La carta robada Edgar Allan Poe, mencionado en el film.
Todo funciona organizadamente, como esos planos tan simétricos que compone Tornatore (Cinema Paradiso, Estamos todos bien y Malena). Es esa misma prolijidad y acartonamiento lo que conspira en contra, un mecanismo de relojería que no funciona. El abordaje a sendas enfermedades es débil y estereotipado; el romance, inverosímil; el final, previsible, estirado y mal resuelto, incluye una pretenciosa evocación a Leonardo; los diálogos abundan en frases sentenciosas, casi admonitorias, y todo más que subrayado por la música de Ennio Morricone. Algunos la compararon con Vértigo por la búsqueda del hombre de su mujer ideal, por el voyeurismo, pero el símil es injusto con la grandeza de Hitchcock.
Curiosamente, existe otra simulación, en el caso de las locaciones: el film transcurre en Europa continental aunque todos hablen inglés, y me pareció reconocer Milán, pero en otro momento allí está Roma, y después la mayoría de los exteriores suceden en Viena, todo en una variante paneuropea de no-lugar elegante.