Si hay algo extraño y curioso acerca de La mejor oferta es su parecido, por momentos, a una película de terror. El terror es, muchas veces, obra del instante; una especie de magia del segundo entre plano y plano en el que algún ser extraño alcanza a colarse. Algo así aparece aquí en algunos planos; como una premonición ante la fachada de la casa tras el enorme portón de hierro, o en la habitación vacía donde la voz de un autómata repite incesantemente la misma frase, o en el momento en que la mujer enferma gira para mostrar al fin su rostro. Sin embargo, esos pocos instantes resultan de un protagonismo ínfimo: la película de Tornatore, acaso un film donde la imagen y lo visto cobran importancia a mano de sus mismos personajes, se relaciona con sus propias imágenes de un modo a la vez pobre y embelesado. De hecho, y aun con el riesgo de caer en comparaciones injustas, podría decirse que si en su mítica Cinema Paradiso Tornatore era impulsado por el amor al cine, aquí es arrastrado por el fetichismo de la imagen. Así es que La mejor oferta resulta perfeccionista y por momentos hasta bellamente pictórica, pero también vacía de azar y de emoción.
Pero quizás sea el revés de ese formalismo vacío lo que realmente llega a inquietar de la película. Cada encuadre y elemento en el cuadro está prolijamente dispuesto para dar lugar a diversas metáforas (la del autómata y su funcionamiento es la más frecuente; también aparece la de lo falso y lo original en el arte y en las personas). Entonces, todo se vuelve artilugio de unas pocas grandes ideas y la posible vitalidad de los personajes y de ese mundo de soledades encontradas poco a poco desaparece. La misma suerte corren los misterios y los pocos fantasmas que osan asomarse entre plano y plano: La mejor oferta sólo se somete a lo visible dentro de la belleza rígida y vacía de sus imágenes.