En clave borgeana arranca la película La Memoria de los Huesos (2017), el primer largometraje documental del cineasta Facundo Beraudi. Lejos del despojamiento fotográfico esperable en un proyecto de esta índole, varias tomas cenitales muestran a la ciudad de Buenos Aires como un complejísimo laberinto. Calles, avenidas y aglomeraciones de edificios, vistas desde lo alto, con el privilegio estético de un laberinto a escala. Una escala afrontable, como de jueguito en la parte de atrás de las cajas de cereal. Como de puzzle a resolverse. Privilegio que se resigna cuando el laberinto es tamaño normal, no se tienen ni hilos ni Ariadna y se busca la salida a toda costa. O al menos entender cómo regresar a la entrada, antes de que todo sucediera.
La secuencia termina en la Biblioteca Nacional (imposible no volver a Borges), durante el acto conmemorativo del XXX aniversario del EAAF, el Equipo Argentino de Antropología Forense. Es decir, una de las varias organizaciones que decidió enfrentarse al laberinto escala natural que produjo el Proceso de Reorganización Nacional (así como otros conflictos en la América Latina de la segunda mitad del siglo XX), recuperando e identificando los restos de desaparecidos en la Argentina y el mundo desde hace tres décadas. A continuación, el documental acompaña a varios funcionarios de la EAAF en sus desenterramientos, así como a algunos familiares de las víctimas cuya identificación fue posible gracias al trabajo de esta organización.
Argumentalmente la película se mueve en dos registros que podrían parecer disonantes pero a la larga resultan complementarios. Por un lado, los familiares de las víctimas que se encuentran en diferentes estadios del duelo —sea el hijo de un padre desaparecido recién identificado o la tía que sigue buscando a su sobrina y está a punto de perder la esperanza—, quienes, a través de anécdotas y monólogos en off, describen las heridas que continúan escociendo y su necesidad de obtener respuestas para completar narrativas inconclusas. Por el otro, los forenses y su pragmatismo —midiendo tibias, comparando mandíbulas, fotografiando cráneos—, un desapego que denota una abstracción ante la gravedad de su trabajo y lo vital que es para la memoria de familias en particular y de sociedades en general. Un peso que sin abstracción sería demasiado. Y es en esta dicotomía que Beraudi triunfa: al plantear los extremos de la cuestión, logra que las ausencias se vuelvan todavía más elocuentes.
Se hace memoria o se rememora. Es muy distinto. Hacer memoria pide un gesto creativo, un salto de fe, como el que deben realizar todos los días los hijos que eran demasiado chicos para poseer recuerdos concretos de sus padres desaparecidos. Rememorar, no menos arduo, implica una disciplina y una voluntad férrea, obligando a las madres, padres, abuelas, hermanas y hermanos de las víctimas a repetirse, una y otra vez, las pocas imágenes que les quedan de los que ya no están, con tal de no olvidar ni olvidarlos. Porque al final, el objetivo más noble de la EAAF y tantas otras organizaciones, incluso de este mismo documental, es darles una mano para que descansen en paz los que están más agotados: esos que siguen aquí.