Entre los estrenos de cine anunciados para el primer jueves de abril figura La memoria de los huesos, documental de Facundo Beraudi que ya circuló por varios festivales internacionales, entre ellos el BAFICI del año pasado. La aproximación al trabajo que el Equipo Argentino de Antropología Forense realiza en distintos países -sobre todo de nuestro continente- pone de manifiesto la importancia vital del derecho a la verdad que la Corte y la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos definieron a partir de otros derechos establecidos en la Declaración Americana sobre los Derechos y Deberes del Hombre y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Beraudi se concentra en tres historias de búsqueda de víctimas de Estados terroristas. Dos transcurren en Argentina: David Toubes busca a su papá; Rosaria Valenzi busca a su hermana, cuñado y sobrina. La tercera historia transcurre en El Salvador, donde Roxana Mejivar quiere -y a la vez teme- recuperar los restos de su mamá, enterrada de apuro después de que la despedazara una bomba arrojada desde un avión.
A partir de estos relatos centrales, el realizador argentino formado en Barcelona echa luz sobre las tareas de exploración, exhumación, análisis, reconstrucción, archivo, identificación, restitución, contención que hacen los integrantes del EAAF. Por otra parte, da cuenta del dolor anímico infligido a los deudos de los ciudadanos que –al decir del dictador Jorge Rafael Videla– “no están vivos ni muertos; están desaparecidos”.
A través de las declaraciones, silencios, miradas, gestos de -sobre todo- David y Roxana, Beraudi le presta corazón, carnadura, osamente al siguiente fragmento de este documento que la Comisión Interamericana de DD. HH publicó en agosto de 2014:
“(Conocer) el paradero final de la víctima desaparecida permite a los familiares aliviar la angustia y sufrimiento causados por la incertidumbre respecto del destino de su familiar desaparecido. Además, para los familiares es de suma importancia recibir los cuerpos de las personas que fallecieron, ya que les permite sepultarlos de acuerdo a sus creencias, y aporta un cierto grado de cierre al proceso de duelo que han estado viviendo a lo largo de los años”.
La historia de Rosaria, en cambio, refuerza una idea sugerida al principio del film, en la secuencia de un homenaje público a los discípulos de Clyde Snow: todavía quedan muertos (y nietos apropiados) por restituir. “Uno busca, busca, busca por todos lados” dice -en una intervención muy breve- la inclaudicable abuela Chicha Mariani.
El realizador evita perderse entre tecnicismos científicos y burocráticos. Asimismo sabe colocar su cámara a una distancia tan respetuosa del trabajo de campo antropológico-forense como piadosa de los muertos y sus deudos. Si no le eran propias, Beraudi hizo suyas la paciencia, cautela, serenidad, empatía que caracterizan a los investigadores retratados.
Sin proponérselo, La memoria de los huesos dialoga con una obra literaria y con otra periodística que la preceden. El reencuentro de David con su padre y aquél de Roxana con su madre evocan fragmentos del libro Aparecida que Marta Dillon le dedicó a su mamá Marta, cuyos huesitos fueron recuperados en 2011. El registro de la rutina laboral de distintos miembros del EAAF invita a (re)leer El rastro en los huesos, crónica que le valió a su autora, Leila Guerriero, el premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
La posible relación con esos dos textos forma parte del mismo fenómeno que Beraudi describe en su película: la memoria en tanto ejercicio colectivo. Reconocemos esa comunión, no sólo en el equipo de antropólogos forenses, sino en el coro de voces que se suman a las de David, Rosaria, Roxana, Chicha (por ejemplo aquéllas de los HIJOS que pintan un mural en el Centro Cultural Haroldo Conti), en las reuniones sistemáticas que Rosaria mantiene con Mariani y otras tías y abuelas en busca de sobrinos y nietos apropiados, en la carta de agradecimiento escrita a mano por Juan Gelman, en la ceremonia de colocación de la baldosa en honor a Héctor Juan Toubes, donde su hijo David sonríe por única vez a lo largo de todo el documental.