Peligrosa obsesión por los detalles
El punto de partida de La memoria del agua es lo suficientemente denso como para implicar serios riesgos de desborde. Es lo que cualquier consejero atento y honesto le hubiese advertido a Matías Bize, el director chileno de 36 años, ganador de un Goya en 2011 con La vida de los peces. Una pareja se disuelve tras la muerte de su único hijo, de 4 años, un asunto con evidentes resonancias sentimentales para Benjamín Vicuña, protagonista del film junto con la española Elena Anaya. La historia empieza cuando esa relación se hace trizas. Bize dosifica la información argumental, la entrega en pequeñas grageas, pero lo cierto es que los minutos corren y no hay mucho más que eso: La memoria del agua es la lenta crónica del calvario al que los protagonistas parecen condenados tras acusar un impacto demoledor. Javier (Vicuña) intenta recomponer, pero Amanda, torturada por el fantasma de su desgracia, no está disponible. Hay un tercero en discordia, un viejo amor de ella que reaparece en ese momento, pero queda fuera de juego rápidamente.
Si la película no desarrolla una línea argumental más rica es porque Bize se concentra obsesivamente en la angustia de sus dos protagonistas: la cámara los sigue de cerca, acompaña su inestabilidad, registra cada gesto, remarca hasta el hartazgo lo que queda claro muy pronto e insiste en el punto. Entonces debe resolver a las apuradas el desenlace: una simple nevada sirve como disparador de un improbable reencuentro, que no durará mucho y quedará entrampado en un registro cercano a la melosa publicidad de una prepaga. Bize no evita los lugares comunes y termina, así, exponiendo a los protagonistas, que ponen el cuerpo para enfrentar una dura batalla contra los estereotipos, pero no salen del todo indemnes.