Un espacio modelado por lo siniestro
Primer film argentino de terror plenamente logrado en añares, el de Diment tiene claro lo que quiere y cómo lo quiere, sabe cómo hacerlo y lo hace muy bien. Es ejemplar la decisión con que se tira de cabeza a la pileta del “gore” y el fantástico.
Para el cine argentino nunca hubo género más problemático que el de terror. Aproximaciones hubo, loables incluso, como Una luz en la ventana (M. Romero, 1942), El extraño caso del hombre y la bestia (M. Soffici, 1951) o El vampiro negro (R. Viñoly Barreto, 1953). Pero se trató de casos aislados que, además de no tener descendencia, se mostraron algo tímidos a la hora de asumirse como cine de terror, como si el género no fuera del todo honroso. Tras una sequía de décadas, interrumpida apenas por subproductos esporádicos (ésos sí, poco honrosos), de un tiempo a esta parte el prejuicio se perdió y el volumen de producción se acrecentó. Pero salvo alguna alentadora excepción (Penumbra, de A. y H. García Bogliano, 2011), las propias películas todavía no parecen muy convencidas de sí mismas o de contar con lo que se requiere. No es el caso de La memoria del muerto. Primer film argentino de terror plenamente logrado en añares, la película de Valentín Javier Diment tiene claro lo que quiere y cómo lo quiere, sabe cómo hacerlo y lo hace muy bien. Pero si algo hace de ella una película ejemplar es la decisión y consecuencia con que se tira de cabeza a la pileta del terror y el fantástico. Pileta llena de sangre, como corresponde.
La memoria del muerto forma parte de una movida que algunos denominan “cine independiente fantástico argentino”. Movida que integrarían desde la adolescentosa Plaga zombie y secuelas (1997, 2001, 2011) hasta Hermanos de sangre (Daniel de la Vega, 2012), pasando por ¡Malditos sean! (F. Forte y D. Rugna, 2010), Fase 7 (N. Goldbart, 2011), Diablo (N. Loreti, 2011) y la mencionada Penumbra y otros films de los hermanos Bogliano. Como si formaran parte de un club del horror, en varias de ellas se cruzan nombres de técnicos, guionistas, actores y realizadores. Valentín Javier Diment, por ejemplo, participó del guión de Diablo, junto con Martín Blousson y Nicanor Loreti. Estos dos, a su vez, hicieron lo propio en Hermanos de sangre y ahora también en La memoria del muerto. Luis Ziembrowski, Jimena Anganuzzi, Sergio Boris y el menos conocido (pero inolvidable) Luis Aranosky tienden a reaparecer, tanto en los films mencionados como en el telefilm El propietario, codirigido por Diment y Ziembrowski y jamás exhibido (por su carga de sexo y violencia, dicen) por la Televisión Pública.
Diment, por su parte, participó de los guiones de Adiós querida luna (2004) y Aballay (2010), ambas de Fernando Spiner, dirigió la miniserie Beinase (2006) y la inédita El sentido del miedo (1967, ambas de terror), así como la docuficción Parapolicial negro: apuntes para una historia de la Triple A, estrenada el año pasado. Hechas las presentaciones, la película. Como en House on Haunted Hill, donde el millonario Vincent Price citaba a su castillo alejado de todo a un grupo de personas, Alicia, viuda reciente (Lola Berthet), hace lo propio con amigos y ex parejas de Jorge, su marido recientemente muerto (Gabriel Goity). Secundada por el algo sospechoso Hugo (Luis Ziembrowski), se supone que la convocatoria es para recordar al finado y rendirle homenaje. Pero tanto el hecho de que la viuda esté disfrazada de viuda (vestido negro, toca y velo) como la teatralidad de toda la situación –demasiados actores juntos, en un interior cerrado– le dan al asunto un aire de artificialidad que los encuadres angulados, los espesos filtros de color (gentileza del notable DF Martín Beiza) y algún que otro telón se ocupan de acentuar.
De pronto, en el columpio del turbio jardín se hamaca la hija de una de las presentes. Hay un problema: la chica murió hace años. De ahí en más, como en la serie American Horror Story, cada uno de los invitados recibirá puntualmente la visita de sus difuntos más amados. U odiados: un padre abusador, una madre terrible, una hermana muerta, una ex amante que empieza a chorrear sangre. Sangre hay a chorros, baldazos, una fuente entera incluso, atrio de un ritual que se libra a degüello limpio. Hacía tiempo que no se veía –no sólo en el cine argentino– tanto gore, tan bien dosificado. No se trata de épater l’espectateur impressionable con una sucesión de golpes de efecto. Tampoco de asustarlo por asustarlo ni convocarlo al jueguito sadomaso del porno-horror. Se trata de dar forma a un espacio modelado por lo siniestro, lo pesadillesco, lo más temido. Lo fantástico, en una palabra.
En medio de eso, la disrupción del detalle porteñísimo (un termo de mate), la guarangada desubicada (“hace seis horas que me estoy meando”), el chiste que desarma (el del final es buenísimo). Lo que La memoria del muerto no se permite nunca es el derrape a la sátira, tan propio de bizarrías adolescentonas. Notables efectos especiales, utilizados con criterio y funcionalidad (chapeau para las desmaterializaciones, sobre todo) y dos altos momentos de gore a lo bestia –una madre que se cose y se descose, una hermana que arma su cara sin rasgos con escasa habilidad– coronan un film que en una cinematografía normal debería ser un hito del género.