Xavier Giannoli se inspira en un hecho real ocurrido en 1997 para construir una película de extraña ambición. Un estafador de poca monta que, superado por el ritmo de los acontecimientos, se convierte en benefactor y transforma la vida de una ciudad entera es el punto de partida de un relato que tiende permanentemente al desborde, con abundantes personajes y un tema concreto, abstracto y simbólico a la vez. La mentira parte de una idea inquietante que de a poco va perdiendo contundencia por las torpezas del guión y la falta de audacia en la puesta en escena.
Paul es un ex convicto sin lazos familiares que se traslada de pueblo en pueblo haciendo módicas estafas y desapareciendo a la primera señal de peligro. Hasta que un día llega a una pequeña ciudad en decadencia por el abandono de los trabajos en un ramal de la autopista y, haciéndose pasar por el subcontratista de un gigante de la construcción para cobrar coimas de diversos proveedores, comienza a reactivar la obra y la moribunda economía local. A pesar de su escandalosa inexperiencia, Paul sostiene mucho tiempo la ilusión de unos habitantes demasiado felices ante la llegada del inesperado mesías como para dudar de su identidad, sus competencias o sus intenciones. La película vibra con una urgencia interior, que la vuelve fascinante a pesar de sus evidentes defectos, como si el director hubiese querido terminarla a las apuradas haciéndose eco de la terquedad de Paul para finalizar a tiempo esos kilómetros de autopista que no llevan a ninguna parte.
La puesta en escena se sitúa siempre por debajo de su potencial. Por ejemplo, Giannoli no aprovecha cinematográficamente la construcción de la autopista, no se anima a fijar mucho tiempo la cámara sobre todo ese polvo, ese barro, ese vals permanente de unidades monstruosas. El guión está tironeado entre distintas líneas narrativas exploradas sin demasiada convicción. La crónica social tiene un aire déjà vu, el drama romántico se abandona a mitad de camino y la bifurcación hacia el policial está marcada por la irrupción de un Depardieu caricaturesco. El director rodea al protagonista con un puñado de personajes secundarios caracterizados de manera muy pobre y siempre reducidos a su sola función narrativa: la alcaldesa enamorada, la empleada que admira a su jefe o el joven banquero que se debate entre la lucidez y el deseo de creer.
La película es más interesante cuando se confina a la descripción de los pequeños trucos del estafador para engañar a todo su entorno, ganar tiempo y mantener el control de una situación que amenaza con irse de las manos a cada instante. Giannoli maneja con destreza el suspenso que provoca el permanente aplazamiento de un final que sabe inevitable. Pero la verdadera originalidad de la película está en el retrato de su antihéroe. François Cluzet luce muy convincente en un registro grisáceo y compone a un personaje inédito que no inquieta pero tampoco termina de generar empatía, y que se define menos por quién es que por lo que los otros proyectan sobre él. No es un mentiroso patológico, ni un criminal genérico, ni menos aún un estafador hollywoodense salido de La gran estafa, sino un personaje laborioso, parco y algo tierno. Un marginal que intenta darse paso en el mundo de la gente ordinaria y acaba perdiéndose en un traje demasiado grande. Un hombre engañado por su propia impostura, una máscara que termina siendo su rostro.