Vértigo rosa
Hay por lo menos tres fotografías que llaman la atención en esta película. Dos de ellas se enfatizan con planos detalle ante los ojos del espectador, ya que involucran aspectos relevantes para la historia; la otra, un cuadro con el recordado afiche de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) es un guiño cinéfilo. Está puesto en los primeros minutos y pretende establecer una filiación con el paradigma de tantas obras que han abordado el mismo nudo argumental, a saber, la necrofílica situación del ser querido que regresa con rostro y cuerpo similares, o que perturba la realidad de los vivos a través del recuerdo, un cuadro colgado u otros artilugios. De todos modos, y a diferencia de los grandes films del pasado como el clásico aludido, La mirada del amor no incluye en sus resortes básicos y complacientes ningún atisbo de ambigüedad. Y lo que es peor, evidencia un grave problema de verosimilitud.
Nikki (Annette Bening) pierde a Garrett (Ed Harris), su marido, en circunstancias trágicas. Cinco años después, cuando la vida parece girar en torno a su hija y a un vecino amigo, ve a un hombre con el mismo cuerpo y semblante que su difunto esposo. Nosotros vemos lo que ella ve: una figura exactamente igual que Garrett, con el inconveniente de que es interpretado por el mismísimo Ed Harris. Tal decisión en ningún momento es puesta en tensión pese al estado patológico en el que entra esta mujer, conquistándolo y llevándolo a hacer todo lo que hacía con su marido. El resto de los personajes también entra en shock cuando mira a Tom, un pintor con salud delicada, que queda atrapado en este juego. Por tanto, no hay forma de eludir el estallido de la credibilidad frente a este drama que narra la pérdida de un ser querido y utiliza, como si nada, el mismo actor como sustituto. Hacia el momento culminante, asistimos a la manera más ridícula que se pudiera elegir para cerrar la trama (una fotografía de nuevo), pasaje sin sentido que confirma el estallido total de lo verosímil. La idea del doble, entonces, es literal, pero se da en un marco genérico donde es imposible que eso ocurra. Es como si en una novela policial cuyas acciones alimentan la esperanza de racionalidad se resuelva el enigma con marcianos que repentinamente bajan de una nave y abducen al culpable. Así de ridículo es el plan narrativo en el que nos sumerge el director.
A lo anterior hay que añadirle la clásica fórmula de golpes bajos, a pesar de que asoman suspendidos en un nivel enunciativo sin estallar exageradamente. La calidez de la pareja protagónica tal vez tenga que ver con esto. No obstante, me atrevo a decir que la pacatería sensiblera de este drama no supera cualquier culebrón rosa de la señal Hallmark (vean si no el plano final) y probablemente sea un número puesto en el lisérgico ciclo televisivo presentado por Virginia Lago.