Amor después del dolor.
La mirada del amor podría retitularse, recordando a un film de David Lynch, como "una historia sencilla", en este caso, romántica pero sin violines en la banda de sonido, pero también, decidida a describir una trama sobre gente adulta por edad y experiencia. Las únicas sombras que acosan a Nikki refieren al recuerdo de Garret, su esposo fallecido hace cinco años en un viaje de placer. Pero acá no hay ríspidos cortes de montaje sino una cámara contemplativa a la que el director israelí Arie Posin recurre para narrar una tragedia, aquella que vive Nikki, quien tendrá una segunda oportunidad afectiva. La novedad es que aparece Tom, un profesor de arte, un clon del fallecido, una presencia que primero sorprende a la protagonista y luego complace de felicidad. Pues bien, esto no es Ghost ni un ejemplo de historia de amor después de la muerte y mucho menos el romance entre un fantasma y una mujer viuda. Al contrario, el tono asordinado que elige Posin, sin recurrir a las postales tilingas de una historia particular como la que cuenta su película, autoriza conocer de mejor manera a un personaje complejo como el de la triste y solitaria viuda. Por eso, la sencillez y austeridad de la puesta en escena se concilian con el bajo perfil de la propuesta, sin planos bellos o bonitos ni paisajes edulcorados que evadan el centro del asunto. Además, otros dos personajes periféricos actúan como contrapunto en la atribulada vida de Nikki: por un lado, su hija, sorprendida en una gran escena por la aparición de la nueva pareja de la madre y, por el otro, el vecino que encarna Robin Williams, en una de sus últimas interpretaciones, a través de una performance sin histerias, mohines y gestos, cuestiones que en él eran habituales. Pero La mirada del amor, una oscura y cálida historia que no se permite ir más allá de aquello que pretende ser, sería poco y nada sin sus dos intérpretes principales. El doble papel de Ed Harris permite reencontrarse con un actor de múltiples recursos, pero la luz en la película le pertenece a Annette Bening en la cumbre de su madurez como actriz. Su inicial y súbito encuentro en la galería de arte con su viejo/nuevo amor, transmitido a través de la complejidad de su mirada, podría definirse como el resultado gratificante y feliz de una clase de actuación.