Marita tiene veintitrés años y es preceptora en el Colegio Nacional de Buenos Aires, su mirada es entre triste y vacía, por momentos, hasta perdida. Su cuerpo, pequeño y de apariencia frágil, y sus contenidos gestos, podrían ser, por ellos mismos, la alegoría perfecta de la represión que daba sus últimos azotes y manotazos en marzo del 82. Aun así, Lerman sitúa a Marita en dos escenarios con una puesta en escena de fuerte impronta opresiva, distintos pero entre los que se puede trazar un paralelismo: mayormente Marita transita por los pasillos y las aulas del Colegio, en la rigidez de sus movimientos se deja entrever una cierta incomodidad, como si ese lugar no le fuera del todo propio. El día se impone como marca temporal pero el clima y la luz son sombríos; las voces, murmullos apagados. Los pasos resuenan, amenazantes, persecutorios en medio del silencio ensordecedor de ese claustro con aire a mausoleo, a cárcel. También su casa se muestra asfixiante: un departamento descuidado, chico, triste. Comparte el dormitorio con su abuela y ambas se hacen cargo, como pueden, de su madre, a la que la aqueja algún tipo de enfermedad. Marita ni siquiera es dueña de un espacio personal.
Marita tampoco parece (parece) consciente de su cuerpo, de lo que genera, de sus sensaciones. Cuando Biasutto (el personaje delineado con mayor trazo grueso) el adusto y violento jefe de preceptores, posa su mirada atenta y lasciva sobre la preceptora, ella acepta esa atención tímidamente, como discípula y no como mujer, sin embargo se percibe una cierta ambigüedad en lo no dicho y lo no mostrado, y cabe preguntarse si esa reacción es genuina e inocente o si, por el contrario, simplemente ella no se hace cargo de las insinuaciones de Biasutto (por ejemplo en la escena en la boca del subte). A la inversa de lo que ocurre cuando Marita observa al alumno que se convierte en su objeto de deseo, el adolescente sabe claramente de qué está cargada esa mirada, Marita se lo hace saber, hay disfrute en la incomodidad ajena ante cada cruce. El chico se regocija con ese ínfimo territorio de poder que da saberse deseado.
La inocencia de Marita (siempre aparente, dado que se pone en tensión en varias oportunidades) es un disparador: Biasutto deposita su confianza en Marita ante su propuesta de investigar si los alumnos fuman en el baño. La investigación no es tal y es sólo una pobre excusa para esconderse en el baño de varones y así espiar al chico que le gusta. Si no fuera por el contexto, por la información que uno como espectador puede reponer de la época y por las consecuencias que una acción de lo más inofensiva podría traer, se trataría de algo cándido y torpe, adolescente: tan simple como ver qué hace el chico que te gusta. Marita apuesta a esa mirada invisible, atenta y vigilante para eso, envalentonada por las palabras de Biasutto. Marita juega al vigilante, pero no descubre nada, excepto su propio deseo y libido, sin dejar de lado la tensión (con solo ver su mano apretando una bombacha es suficiente). Y si por un lado, desde la aparente inocencia se vigilaba casi sin vigilar, por el otro, desde la intención más vulgar y macabra, el espía se convierte en espiado, en un juego especular velado pero que se agiganta amenazante. Así, el clima opresivo del comienzo se intensifica al tiempo que se acrecienta una amenaza latente que explota hacia el final, en la escena quizá más discutible de la película.
Y no es una escena discutible por lo que muestra sino por su pertinencia, por su excesiva duración, porque con el solo plano de la mano de Biasutto, denodadamente gigante, que tapa la boca (la cara completa) de Marita basta. Es cuestionable porque no es propia de la narración previa y parece una escena puesta para exacerbar la violencia que antes se mostraba contenida, en el clima generado y no en la imagen explícita. Porque a la luz de los resultados, no es necesaria para llegar al objetivo final de ver a Marita de alguna manera liberada, una liberación que, por otro lado, es efímera. Como lo es la multitud en Plaza de Mayo que viva el famoso y tristísimo discurso de Galtieri del 2 de abril del 82 con el que termina la película. La mirada invisible logra sortear, en casi toda su extensión, los simbolismos y las interpretaciones groseras. Esa escena solo cimienta alegorías gruesas.