Mugre debajo de la alfombra
El director de Sin retorno y Betibú vuelve a demostrar que sabe cómo manejar los resortes del género policial y darle a su vez una impronta argentina, poniendo al espectador adulto de clase media-alta frente a un espejo muchas veces cruel y deformante.
Un anciano (Norman Briski) trabaja en su campo hasta que un desperfecto en la bomba de agua del molino lo obliga a detenerse. Ese hombre llama a su hijo Elías, quien desde su oficina intenta calmarlo. Pero del otro lado del teléfono le devuelven un nombre que no es el suyo, sino el de su hermano fallecido hace más de 30 años: papá no está muy bien de la cabeza y los recuerdos se entremezclan con el presente. Luego de una elipsis de seis años, será a Elías al que le exploten bombas, y no precisamente de agua. Bombas familiares con la forma de secretos infecciosos. Bombas que intentará desactivar a como dé lugar, cueste lo cueste, caiga quien caiga, como si fuera un Walter White porteño. Al igual que con el (anti)héroe de Breaking Bad, el núcleo de La misma sangre está en el corrimiento constante de los límites éticos y morales, en la búsqueda de ese hombre acorralado por salir lo más ileso posible de la telaraña que él mismo tejió.
El realizador Miguel Cohan -habitual asistente de dirección de Marcelo Piñeyro- ya había demostrado que sabe manejar los resortes del policial en Betibú (2014) y sobre todo en Sin retorno (2010). Como en su ópera prima, en La misma sangre hace lo que pocas películas con el género: moldearlo con una impronta argentina poniendo al espectador adulto de clase media-alta frente a un espejo que devuelve una imagen inquietante, con el dinero -o, mejor dicho, su búsqueda- como motor principal de las acciones. Porque Elías (Oscar Martínez) tiene un buen pasar económico pero está muy lejos de tener la vida asegurada. Así y todo, luego de la muerte del padre dejó la comodidad de su oficina para hacerse cargo de aquel campo aun cuando las vacas y la fabricación de lácteos nunca fueron lo suyo. A partir de ese adentramiento en lo ajeno, las circunstancias no harán más que seguir empujándolo a un terreno desconocido en el que todo que puede salir mal, sale peor. Empezando por la relación con su esposa (la chilena Paulina García, de Gloria), con quien convive a pesar de estar separados. Un detalle que solo ella y él conocen, en lo que es el primero de varios secretos incómodos que ninguno de los dos quiere sacar a luz y que la película irá develando a medida que avance.
Luego de la escena inicial, a Elías se lo ve en una reunión familiar con sus hijas (Dolores Fonzi y Malena Sánchez) y su yerno Santiago (Diego Velázquez). Éste último escucha una discusión entre sus suegros. Una situación que podría ser cotidiana, salvo porque esa misma noche sucede una tragedia que no conviene revelar. No es casual que Santiago sea furtivo y escurridizo como un gato, así como tampoco que lo interprete Diego Velázquez, un actor de tal economía gestual que es capaz de pasar largos minutos en pantalla dándole carnadura a su personaje únicamente con silencios y miradas (ver sino La larga noche de Francisco Sanctis). Observador tan omnipresente como atento, Santiago huele carne podrida y empieza atar cabos, para desesperación de un suegro que sospecha que el otro sabe. Y si Santiago sabe, muy probablemente también sepa Carla (Fonzi), que al principio desconfía pero también empieza a tirar del ovillo y a descubrir la mugre bajo la alfombra.
Alternando principalmente entre el punto de vista de sus dos protagonistas masculinos, lo que implica a su vez varios saltos temporales, La misma sangre tiene un guión que funciona como un reloj, exhibiendo un mecanismo aceitado, tan cuidadoso en sus detalles como en dejar que sea el espectador (y no la película) quien tome una posición respecto a Elías. Y es imposible no tomarla ante un tipo de acciones cuestionables, pero también capaz de despertar piedad ante un escenario que -otra vez como Walter White- supera ampliamente sus capacidades resolutivas. Esa ambigüedad sería imposible sin un Oscar Martínez sencillamente extraordinario. Como Velázquez, dosifica gestos y construye la tensión creciente de su personaje de adentro hacia afuera. Lo suyo es implosión y no explosión, una expresividad controladísima que sin embargo da cuenta de una sensación de desesperaza, agobio y cansancio, como si supiera que el cerco se cierra sobre él. El problema con el guión es la forma con que decide cerrar el cerco, apelando a una lluvia de revelaciones de último minuto y a una idea de circularidad forzada que lanza -literalmente- a Elías a un vacío definitivo.