Funciona. Si algo sorprende de la nueva película de Miguel Cohan (que ya demostró solvencia en Sin Retorno y Betibú) es que funciona en todos sus niveles: una puesta en escena operativa, actuaciones intachables, un montaje pertinente y especialmente un guión enrevesado y sutil, dos adjetivos difíciles de aunar.
La misma sangre activa su misterio sin retraso: Adriana, esposa de Elías (Oscar Martínez) y madre de Carla (Dolores Fonzi) muere en una situación extraña. Será Santiago, el yerno de Elías, quien empiece a sospechar de las causales de la muerte y juegue un rato al detective. Pero no está aquí, en el posible crimen, la energía de la película. De hecho, no existe una intriga maestra que arremeta hacia el final y descomponga todo lo que hasta ese entonces sabíamos. La misma sangre, así como sucedía con Sin retorno y en parte con Betibú, se vale de un suceso policial para escarbar en la moral humana y diseccionar psicologías.
Miguel Cohan toma una buena decisión: contar el duelo de la familia desde diversos puntos de vista, especialmente el de Oscar Martínez y Diego Velázquez. El ajedrez entre suegro y yerno es de esos atractivos de ver sin necesidad de tomar partido: tras la movida de uno, observamos entusiastas cómo se las ingenia el otro para mantener su ventaja.
Es, no obstante, en el ensayo dostovieskiano (el mal, la culpa, el odio, el crimen, las deudas, la redención) en donde la prolijidad mainstream perjudica al filme. Hay en la historia de Cohen elementos irresistibles y ominosos que hasta sugieren una maldición heredada. Esta potencia psíquica queda encorsetada en la correcta y tímida manufactura, una asepsia formal que nunca libera los demonios del autor, eso que realmente quiso contar y se mantiene como un río subterráneo.
Irónicamente, la pulcritud narrativa le otorgará a La misma sangre una dignidad objetiva e incuestionable.