La novicia, el convento y el fantasma.
James Wan y compañía se toparon con una mina de oro gracias a El conjuro (2013), la película de Terror que le quitó el trono al found footage y reinstaló las posesiones, los espectros y la lucha contra las fuerzas demoníacas en los dominios del terror mainstream que llena las salas de cine. Tras una secuela exitosa y dos spin-off de Anabelle, uno de los personajes más populares de la saga, llegó el turno de La monja (2018) film que desempolva los orígenes del personaje presentado de manera escueta y espeluznante pero sumamente efectiva en El conjuro 2 (2017).
Para tal efecto, la narración regresa al año 1952 y tiene lugar en un convento remoto de Rumania, donde una de las monjas se quitó misteriosamente la vida, hecho que lleva al Vaticano a realizar una investigación a fondo. Es así como el padre el Padre Burke (Demián Bichir) y la hermana novicia Irene (Taissa Farmiga) son enviados para constatar lo ocurrido. Al llegar, por supuesto, se darán cuenta de que una fuerza maligna se apoderó del lugar, razón por la cual deberán protegerse de la mencionada entidad con apariencia de monja mientras buscan la forma de detenerla.
Siguiendo con fidelidad ciertos pasos que parecen obligatorios para la fórmula, el Padre Burke es un experto en lo paranormal con varios exorcismos en su haber, mientras que la hermana Irene es la reservada jovencita que a pesar de querer dedicar su vida Dios, muestra esos indicios de rebeldía necesarios para aportar frescura a la trama, además de poseer una pizca de… ¿poderes psíquicos?
Probablemente la falla más grande cometida por el director Corin Hardy y el guionista Gary Dauberman sea no saber exactamente qué hacer con este personaje atemorizante de la factoría Wan, un monstruo que funciona con efectividad al momento de regalarnos los famosos jump scares clásicos del género, pero al cual no dotan de la profundidad necesaria como para convertirlo por mérito propio en el antagonista principal que se merece el relato. La lógica interna ayuda muy poco a delimitar los poderes de la criatura y su objetivo más allá de lo explicitado por los personajes; ello hace que su meta dentro del conflicto se vuelva confusa y un tanto caprichosa.
Hardy venía de hacer un trabajo muy interesante con Los hijos del diablo (The Hallow, 2015) y si bien su oficio para trasladar a la pantalla climas tensos y opresivos en espacios que se tornan amenazantes se mantiene intacto, en esta oportunidad el paso por algunos clichés del género (como el reflejo espectral en un vidrio, la voz ahogada que susurra en un rincón oscuro y la mano que llega desde fuera de campo para asustar a la protagonista, entre otros) le quita frescura a una película cuyos 96 minutos se sienten agotadoramente más largos de lo que deberían.
Convirtiéndose en un móvil para sustos fáciles, con escenas que intentan sostener la tensión apoyándose exclusivamente en el poderío de su imaginario visual pero sin un marco de acción propicio, La monja termina siendo una oportunidad desperdiciada. Podrá satisfacer al nicho más intransigente del género, pero resulta inconsistente y derivativa cuando se la somete a un análisis apenas más profundo.