El lamento de Otranto
La monja (The Nun, 2018) representa un débil y poco inspirado intento de continuar expandiendo el “universo” creado por El conjuro (The Conjuring, 2013), su secuela y la seguidilla de películas laterales sobre la muñeca maldita Annabelle. La demoníaca monja del título ha hecho apariciones esporádicas a lo largo de la serie y esta suerte de precuela viene a explicar, más o menos, sus orígenes. El resultado es monótono, previsible y en manera alguna aterrador.
Un cura y una novicia (Demián Bichir y Taissa Farmiga) viajan a una remota abadía en los bosques de Rumania para investigar el suicidio de una monja en 1952. El cura arrastra consigo la culpa de un exorcismo fallido y la novicia duda si quiere graduarse de monja o no, caracterizaciones que son genéricas y en el caso del cura no poseen resolución. Se les suma un tercero: un autoproclamado “franchute” cuyo grito de guerra es “soy francocanadiense”. Es el relevo cómico, pero toda la película es un chiste.
En lo que trama refiere no hay nada más que decir sobre La monja. Los tres personajes llegan a la abadía - un bastión gótico con toda la pompa y máquinas de humo de una producción Hammer - se separan y comienzan a merodear por las noches llamándose entre sí. Las puertas se abren, los electrodomésticos se prenden, los espejos reflejan cosas extrañas. Se exprime a más no poder el temor de que cualquier monja trajeada al darse vuelta resulte ser “la” monja, o estar muerta, o no estar ahí. No hay nada especial en este juego de indicios, amagues y sobresaltos. Dado que en los primeros minutos vemos cruces invertidas en llamas, cataratas de sangre y el mismísimo monstruo de la película, cualquier intento posterior de mesura o sutileza es un despropósito.
Lo único remotamente atemorizante sigue siendo el rostro maquillado de Bonnie Aarons. Daba miedo en El camino de los sueños (Mulholland Dr., 2001) y sigue dando miedo aquí a pesar de los esfuerzos del director Corin Hardy en exhibir su monstruo indiscriminadamente y la insistencia del guionista James Wan en explicar qué es, de dónde viene, qué quiere, etc. Un sencillo plano de “Valak” parada al final de un pasillo en El conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) es tanto más efectivo que cualquier cosa que se muestre en esta película.
A falta de una trama o algo parecido comenzamos a notar las incoherencias e inconsistencias de una película que jamás establece reglas claras sobre los poderes y los límites de su monstruo. En definitiva cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento, lo cual socava tanto la lucha de los protagonistas como el temor por el monstruo, que aparenta ser todopoderoso pero se contenta con orquestar pequeños sustos o estrangular a medias a sus víctimas.
Hay por lo menos dos relatos fraguados en el esplendor del terror gótico que no sólo triunfan a pesar de una ausencia clara de reglas sino que hasta gracias a dicha ausencia: “El castillo de Otranto” de Horace Walpole y “El manuscrito hallado en Zaragoza” de Jan Potocki. Lo que tienen en común más allá del género es la decisión, quizás necesidad, de presentarse como ficciones ambiguas y remotas dentro de marcos históricos-apócrifos. Un equivalente posible en el cine de terror moderno sería El proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999).
Nada de lo que ocurre en La monja estaría fuera de lugar en ninguno de estos relatos. Ambos proponen una serie de eventos espeluznantes y de naturaleza dudosa sin una lógica de causa y consecuencia obvia. Claro que La monja es incapaz de crear una atmósfera propicia, ordenar sus escenas de manera efectiva, desarrollar un tema con peso dramático o siquiera hacer de cuenta que la historia tiene valor inherente y no parasita un fenómeno cultural mayor a sí misma.