La monja empieza con una referencia veloz a El conjuro: la historia precede por veinte años a la del matrimonio Warren y lo que estamos por ver parece que es una precuela. La referencia es veloz, en todo caso, porque enseguida queda claro que no hay dos películas más distintas que El conjuro y La monja: mientras que en la primera todo era solidez narrativa, madurez de los temas, elegancia formal, en la segunda solo queda un balbuceo hecho con lugares fuertes del terror pero mal trabajados. Los excesos del padre Burke a cargo de Demián Bichir anuncian el tono más bien grueso de lo que vendrá, pero sin el gusto por el desborde o la relectura genérica. En La monja no hay, por ejemplo, la sobreabundancia cinematográfica de películas como Evil Dead, que toman el género en clave lúdica y lo multiplican varias veces por sí mismo; al contrario, se nota desde el principio que el director se aferra a algunos clichés poderosos pero sin la más mínima pista de cómo se debe manipularlos. Abadía perdida en Rumania, monjas de clausura, un mal antiquísimo, un cura cazador de demonios: no puede pedirse mucho más que eso. Corin Hardy tiene ahí una mina de la que extraer todo el miedo y el suspenso y la atracción posibles, pero en vez de aprovechar esos materiales se limita apenas a hacer una caricatura imposible que puede rastrearse ya en la mueca exagerada de Bichir, un actor mejor dotado para la autoconsciencia de películas como Muerte en Buenos Aires que para las sutilezas del terror. Lo mismo vale para el francés que se cruzan por el camino, personaje sin la menor carnadura que no funciona ni como comic-relief. Taissa Farmiga es la única que sale más o menos bien parada: su actuación suma toda la fragilidad y la fuerza que Bichir y el otro no aportan. Pero el trazo grueso no se agota solo en el relato: el director no tiene idea de cómo producir miedo si no es con los tradicionales golpes sonoros y visuales, esos sustos baratos que un teórico (olvidé quién era) llamó “bus effect”. Recurso fácil, inmediato, que viene a suplir la falta de pulso cinematográfico, pero que al mismo tiempo subraya la impericia de la factura. La película quiere hacer de la abadía un lugar maléfico y amenazante, pero la primera escena importante después de la llegada de los personajes tiene involuntarios aires a lo Mel Brooks: el espíritu al que se enfrentan los protagonistas entierra vivo al padre Burke y la hermana Irene tiene que rescatarlo dejándose guiar por el ruido de una campanita conectada con el ataúd, que Burke hace sonar convulsionadamente. Resulta que el tipo, antes y después de ese episodio, habla con el demonio confundiéndolo con la madre superiora de la abadía: Burke es un reputado especialista en casos paranormales al que el Vaticano llama en situaciones como esta, pero el hombre no distingue a una anciana de un demonio. En otro momento, Irene está sola en la capilla y ve cómo de la estatua de Cristo se desprende una sombra que se arrastra por las paredes hasta llegar al espejo y develar su identidad: la idea, aunque hecha con medios digitales, hace acordar a los trucos de Méliès, a sus personajes y seres fantásticos apareciendo y desapareciendo de la imagen, o cambiando de estado entre cortes mal disimulados. La pavada generalizada tiene un momento culminante cuando se pone en marcha una vuelta de tuerca que revela que varios personajes nunca estuvieron allí. La monja ciertamente es una precuela de El conjuro, no solo en términos narrativos, sino en el sentido amplio del prefijo: algo previo, un objeto poco o mal formado, un apelmazamiento de imágenes y sonidos anterior al cine refinado de James Wan.