Al igual que en las Annabelles, James Wan oficia de productor al recolectar los retazos de El conjuro y reciclarlos en una copia torpe y desangelada. La monja nace de una imagen, pero no consigue desprenderse nunca de ella. Esa imagen es un rostro diabólico enmarcado en un hábito, que deambula por las góticas alucinaciones de un poseído y se refugia en una abadía perdida en las montañas rocosas de Rumania por las que también transitó Nosferatu. De hecho, la poca inventiva que excede los golpes de efecto y las previsibles apariciones en espejos es ese paisaje escarpado, deudor del clásico de Murnau que no logra cobrar vida más que como un mero decorado. Ni Taissa Farmiga puede sostener un personaje tan plano como el de la novicia que sueña horrores, pero nunca los habita. Tal vez ya sea hora de dejar de exprimir aquel éxito.