La morgue: lo que dicen los cuerpos
Rodada con menos de dos millones de dólares de presupuesto, en un par de locaciones, con dos sólidos protagonistas que no son estrellas (el veterano escocés Brian Cox y el joven californiano Emile Hirsch) y con un eficaz director noruego como André Øvredal (Trollhunter) al mando, La morgue resulta un más que digno exponente de un cine de terror que cree más en la narración prolija, en la creación de climas y en la construcción paciente de tensión y suspenso que en los golpes de efecto y el impacto efímero.
Tommy (Cox) es un experto en autopsias que maneja una morgue privada en un pueblo de Virginia. Su hijo Austin (Hirsch) se debate entre seguir los pasos del padre o iniciar una vida independiente con su novia, Emma (Ophelia Lovibond). Ambos están habituados a recibir cadáveres en las condiciones más escabrosas, pero cuando les llega el cuerpo de una veinteañera sin marcas ni signos de violencia empiezan a sospechar. No conviene adelantar más detalles, pero será el inicio de una serie de descubrimientos (y padecimientos).
Más allá de que la película funciona razonablemente bien en todos los terrenos, hay que indicarle al espectador impresionable que La morgue es en varios pasajes un festín gore con órganos, vísceras y fluidos mostrados en primer plano en cada una de las pacientes y minuciosas autopsias que practican padre e hijo. No se trata de un regodeo exhibicionista. Los cuerpos aquí "hablan" y perturban. Son los verdaderos protagonistas de la película.