Gabriela David propone una mirada distinta sobre la prostitución, carente de erotismo y asumiendo a todos los partícipes del negocio como responsables de la trata de personas. Esa es la mejor virtud del film.
La mosca en la ceniza pone frente al espectador una trama de lo oculto. Oculto, no por desconocido, sino por negado. Y hace de esta condición una clave de la película.
Gabriela David pone en escena la historia de dos jóvenes misioneras que, contactadas por una mujer que les ofrece trabajo como empleadas domésticas, son traídas engañadas a Buenos Aires. En esta ciudad son sometidas con violencia y obligadas a prostituirse. Ambas son llevadas a un departamento en el centro de Buenos Aires, donde son impuestas terriblemente del verdadero motivo del viaje. El espacio del encierro, ese departamento del que no pueden salir, ese lugar al que no entra la luz del sol, es inteligentemente puesto en relación con su exterior, con una calle poblada, con espectadores que no ven, no escuchan, no entienden. Personajes urbanos que prefieren permanecer indiferentes a lo que allí ocurre, que es una de las peores formas del sometimiento, increíblemente normalizada en nuestro presente civilizado. O, y esto es aún peor, son cómplices de esa abyecta reducción a la esclavitud. Policías coimeros, clientes pasivos, observadores silentes, todos están allí simulando que tras esas paredes no pasa nada, lo mismo que hacemos cotidianamente todos: simular que la prostitución es una cuestión de convenios económicos entre personas libres y adultas. La realizadora implica también, y con pertinencia, al cliente como explotador.
Todo ello está presente en esta película de Gabriela David, cuya potencia se asienta en mostrar, sin reducir la trama a la violencia y al maniqueísmo. Imponiéndola en el terreno de la cotidianeidad. Merece destacarse la capacidad de la realizadora para despojar a la película de la mirada masculina dominante en la forma en que es representada habitualmente la prostitución. En este tipo de películas el cuerpo femenino suele ser mostrado de modo tal que queda atrapado en una perversa trampa del lenguaje, pues se lo expone eróticamente, se lo objetiviza, aun cuando se pretende contar una historia que condena la práctica prostituyente. David esquiva tanto este lugar común como la implicación de la violencia que queda siempre fuera del campo visual, siempre se encuentra sugerida. De ese modo, lo que hay es un actuar cotidiano, terrible, pero multicausado, con actores diversos, cuyas actitudes concurren a sostener esta forma de explotación aberrante.
En relación con las cuestiones formales, la película adolece de problemas de guión y ciertos estereotipos, que podrían haber sido mejor trabajados. Un conjunto de buenas actuaciones sostienen el desarrollo de la película, aun cuando algunas escenas hubieran requerido mayor sutileza y realismo. Sin embargo, La mosca en la ceniza pone en escena algo que se silencia día a día, que se oculta (y la película da cuenta de ese ocultamiento). Y ese valor es suficiente para alentar al espectador a verla.
¿Estaremos preparados como sociedad para asumir esta situación? ¿Seremos consientes que, por ejemplo, los dos mayores diarios de circulación nacional hacen un negocio redondo con los avisos que publican esos explotadores? (En España pocos meses atrás se desató un debate en relación con el rol de cómplices tácitos que tienen los medios que publican los avisos del llamado “rubro 59”. En nuestro país, además, uno de estos periódicos es confeso defensor de los valores de la religión cristiana). ¿Cómo conjugar la realidad que expone la película con nuestro propio cotidiano? ¿Aceptaremos los hombres el debate que nos compete como clientes de la prostitución?
No todas estas preguntas pueden ser respondidas por La mosca en la ceniza, pero al menos tiene el valor de abrir un camino hacia muchas buenas preguntas, que necesariamente debemos hacernos, al menos quienes nos avergonzamos de la trata de personas para someterlas como esclavas al ejercicio de la prostitución.